Leer, leer y leer (y X): anécdotas, coda y silencio

Tablarasa

Voy a cometer el pecado de ser poco original y escribir la entrada que no debería en el día que no quiero escribirla, pero mi cerebro es tan asquerosamente cuadriculado que no es capaz de resistir este acto de deliberada decisión o deliberación decisiva (sin poder resistir, además, a la tentación de acabar esta serie de Verba volant con el número perfecto). Menos mal que voy a intentar escribirla en toda su anarquía, desorden y desenfreno. Tal y como salga de mi cabecita enferma.

Una de las anécdotas. Mi hijo, con diez años, no tendrá mañana su libro de regalo por una sencilla razón: no se lo ha merecido. Y no ha sido un castigo, sino una privación por protestar, criticar, encabritarse y un sinfín de cosas más que suceden en una librería, en el acto de la elección, y en voz baja. La lectura es un privilegio y él no contará con él mañana. A él le preocupa y a mí no, porque tendrá siempre un libro cuando quiera. Afortunadamente, los libros que quiera. Cuando se lo merezca.

Otras anécdotas, revestidas de homenaje, dedicadas a mi paso por las bibliotecas. El blog de Burgotecarios es la máxima expresión de que la biblioteca es un sitio de encuentro, sano e incluso divertido. Y muy limpio por fuera y por dentro. También es cierto que, como en todos los sitios públicos, el polvo se entremete por los rincones, los lomos y las estanterías y el aire se vicia, pero las bibliotecas me han proporcionado muchas horas de tranquilidad, serenidad y sabiduría. Voy a poner tres ejemplos. Uno, la primera vez que pisé la biblioteca de la Facultad de Teología. A los dieciocho años, y con algún enchufe que otro, un bibliotecario reticente me dejó completamente solo en una sala que frecuenté durante semanas y semanas. Al principio, por investigar. Al final, por vicio. El vicio de navegar por historias, libros y vericuetos que me han llevado a tener este conocimiento disperso, raro y de una deficiencia endiablada que me ha conducido a querer saber todo y no abarcar nada de nada. Otro, la biblioteca de lo que era el Departamento Filología en la Universidad de Valladolid, ahora trasladada a otros parajes para mí ignotos. Tuve la suerte de obtener una beca con la que obtener un poco de dinerillo a cambio de trabajar en el Departamento unas horitas (Pedro, compañero, amigo, bloguero insigne, ya estaba por allí), pero el sueldecillo lo tenía que haber pagado yo: una llave a mi disposición y mediodías y mediodías encerrado solo entre libros que mejoraron mucho lo que yo debería de haber sabido. Y el último, la biblioteca del Centro Georges Pompidou de París. Otra beca, en este caso de una entidad de ahorro, me dio la posibilidad de realizar una estancia bastante detenida en París para realizar mi tesis doctoral: las horas que pasé en esa modernísima biblioteca, que difería tanto de las que disponíamos entonces a nuestro alcance en Burgos, los fondos especializados y el descubrimiento del francés como extensa lengua literaria me llevaron a vericuetos sin los cuales no sería lo que soy. Esta biblioteca me proporcionó anécdotas como la de La chica del Pompidou (algunos comentarios se me han hecho en privado sobre esta entrada: los escribiré en la continuación que desde ahora he prometido).

La coda, irá dedicada a lo obvio, a los libros. Y a mi relación con Cervantes, y a mi relación con Shakespeare, murieran en la fecha o en el día que murieran ambos, con un calendario u otro, y a mi relación con Proust. Si tuviese que sacrificar mis lecturas a tres autores, elegiría a Cervantes, Shakespeare y Proust sin dudarlo ni un segundo. No voy a cometer la osadía de hablar de ellos, sino de mi relación con ellos. A Proust lo empecé a degustar tarde, con veinte años. Lo empecé a leer en la traducción española, pero me regalaron todos los tomos de En busca del tiempo perdido en francés y quedé seducido para siempre por su estilo. Con Cervantes tuve problemas: una equivocada y temprana elección del Quijote a los doce años acabó en fracaso, pero la edición de Martín de Riquer, a los dieciséis, me permitió descubrir al maestro de lo simple en lo simple, de lo complicado en lo sencillo. Cervantes, además, me atrapó para siempre en una de sus obsesiones, que ya son mías: las fronteras inexistentes entre la realidad y la ficción. Shakespeare fue una maravilla temprana: la inconsciencia me arrastró a leer algunas de sus obras a los catorce años y ya no he parado desde entonces. Hamlet ha pasado por mis manos, mis ojos y mis sueños en todas las etapas de mi vida lectora. Siempre disfruto, siempre aprendo, siempre me arrodillo.

Y sólo nos queda el silencio. ¡Qué deliberado acopio de palabras malgastadas tiene esta entrada! Lo mejor, las páginas que nos quedan por leer, los libros que quedan por escribir, por descubrir. Y el sueño de poder conseguir decir las cosas mejores con las palabras más bellas. ¡Quién tuviera ese don, ese privilegio!

4 comentarios en “Leer, leer y leer (y X): anécdotas, coda y silencio”

  1. Las bibliotecas (y las librerías) han sido una parte importante de mi vida, por obligación pero, sobre todo, por devoción. Y he picoteado de muchas cosas perdiendo mucho el tiempo y, por lo tanto, ganándolo. En cuanto a mi cabeza, Manzacosas, es cuadriculada y, por lo tanto, poco flexible, pero son cosas que pasan. Y los muebles que hay en ella son de segunda mano y de escasa resistencia.

    A mis alumnos, Bipolar, intento no abrumarles con excesiva información. Intento aderezarla con reflexión pero, sobre todo, con sentido del humor. Y quizá los enlaces son mi lado esquizofrénico.

    Un saludo y gracias a todos.

  2. Me gustaría ser una de tus alumnas, porque estoy segura que les planteas muchísimos enlaces con riquísima información. Creo que estás atrapado en una estantería cubierto de polvo pero que eres uno de esos libros que cuando lo descubres te impacta y quieres más y más de lo mismo.

    Las oportunidades que has tenido de ratón de biblioteca producen envidia sana y nos benefician a todos.

    Leí el Quijote siendo una niña y me fascinó.

  3. En efecto, tener la llave de la biblioteca es guardar el secreto de las cosas.

    Recuerdo aquellos tiempos para mí tan extraños, como si fueran los de otra vida. Ahora, aquella biblioteca está en un sótano, no muy bien gestionada, pero aun guarda en la mayoría de sus tejuelos viejos mi caligrafía horrible y canalla. Si cierro los ojos puedo recordarla.

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