Descubriendo al autor | Novela #4

Una entrada en el blog Cuentos para descontar, escrito por Samuel Pérez, me impulsa a escribir ahora sobre el autor. Samuel, de forma subjetiva pero brillante, reflexiona sobre el estilos al escribir y creo que esto me viene al pelo para un asunto que quería contaros.

En una novela, es muy importante saber quién es el autor y, en consonancia con esa instancia productora, quién es el receptor. No me refiero ahora, aquí, ni al autor de carne y hueso ni al lector de hueso y carne. En el caso del primero, es evidente quién es: la única pega sería saber lo que es la instancia metafísica y existencial del yo; en el caso del segundo, no hay nada evidente porque, en la creación literaria, se tienen pocas seguridades sobre la(s) persona(s) que puede(n) llegar a leer nuestro texto. En la teoría de la narrativa, se han estudiado dos instancias intermedias entre el autor real y el narrador –que son el autor implícito no representado y el autor implícito representado– y otras dos para las instancias intermedias entre los lectores reales y los narratarios –que son el lector implícito no representado y el lector implícito representado–. Yo me voy a ocupar de esas instancias intermedias, sin entrar hoy en la cuestión de la representación (o no).

Iniciar una novela supone reflexionar sobre el  autor presente (aunque no esté presente de forma explícita) en el texto y lo que el lector puede deducir del mismo. Además, ese autor proyecta una imagen que recibe el lector, ese en el que piensa el autor cuando produce los materiales textuales (las teorías de la narración han llamado a este lector modelo, lector ideal, lector implícito…). Creo que la proyección de uno está en consonancia y equilibrio con la extensión al otro. En mi caso, intento escapar –y creo que lo consigo– de ese escritor que se autofagocita a sí mismo en el acto de escribir, que proyecta una imagen embelesada de sí mismo y que, de puro embelasamiento, no piensa quién se encuentra al otro lado del espejo. Ni siquiera me planteo, tampoco, el pensar tanto en el lector como para darle la papilla de las palabras que suponen los best-seller. Hacer un texto deliberadamente fácil y enfocado al mercado más que a la Literatura es algo que me repugna (aunque todos los filólogos que habitan el mundo mundial hemos tenido quizá la tentación de ganar dinero fácil, conocedores como somos de los entresijos de la literatura fácil). El estilo mixto que comenta Samuel es uno que exprime y sufre lo que Harold Bloom denominada the anxiety of influence: ha rastreado –y ha pasado– por las etapas anteriores y lucha por ser él mismo entre los textos de otros. Como me da mucho miedo el último paso que comenta Samuel, ese del estilo del Autor con mayúscula, aquel que ha llegado a la satisfacción y plenitud de saberse con un estilo propio, trabajado y sublime, me imagino que yo perteneceré a todos aquellos que intentan ser suficientemente precavidos como para saber que están luchando contra muchos elementos, algunos de los cuales se les escapan.

En lo que llevo escrito, noto que ese autor se está definiendo a sí mismo y se proyecta en unas instancias narrativas algo complejas. Más complejas de lo que había imaginado en un principio. En ningún caso el autor soy yo, aunque vaya prestando cosas mías a los narradores y a algunos personajes. En muchos casos, parto de todo el conocimiento de lo leído para crear un marasmo complejo lo suficientemente explícito para hacer cómplices a los lectores avezados, lo suficientemente sutil para que no huela. Y sí, intento crear un espacio intermedio entre acercarme a los lectores y que estos hagan –también– el esfuerzo de aproximarse.

Y, claro está, todo estos son intentos que nunca se sabrán conseguidos hasta que el proceso de comunicación narrativo no se acabe. Aunque todos los profesores de Semiótica tengamos un Umberto Eco (y su forma de construir El nombre de la rosa) en la cabeza.

(Imagen de Edgar Barany. La entrada pertenece a la serie del Proceso creativo de mi novela.)

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