Nunca dejé nada para la vuelta

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Gattaca (Andrew Niccol, 1997) es una magistral película de ciencia ficción que —ignoro por qué razón— no suele ser citada entre las películas esenciales del género. Es una película que abre tantos frentes que no es posible comentarlos hoy aquí, ya que esta entrada no será hoy una crítica cinematográfica. Baste decir que, en un futuro dominado por la genética, los padres pueden elegir las características, siempre positivas, que tendrán sus hijos. En este mundo de hiperselección, los hijos «naturales», por sus evidentes imperfecciones, suelen ser marginados en todas las facetas vitales. En este contexto, Vincent es uno de esos hijos naturales, en una familia que tiene otro hijo, Anton, que cuenta con todas esas características que le hacen especial. Vincent tiene, desde el día de su nacimiento, marcado su destino: tiene cerca de un 90% de probabilidades de morir por un problema cardíaco. El sueño de Vincent, desde pequeño, es alcanzar las estrellas. Literalmente. Dedica todo su empeño, todas sus fuerzas, todos sus minutos libres a prepararse para ese sueño. No contaremos aquí –tampoco– qué es lo que intentará para conseguirlo.

La vida entre los hermanos, desde su infancia, es de una rivalidad siempre desnivelada en favor de Anton. Uno de los retos es lanzarse a una carrera de natación en una playa. El reto consiste en nadar y probar quién llega más lejos. Como hemos adelantado, Anton siempre gana. Sin embargo, hay un momento de la película en la que ambos hermanos, ya adultos, vuelven a retarse. De forma inexplicable, Vincent gana. Anton no se lo puede creer y le pregunta a Vincent cómo ha podido batirle. Y este le contesta: «Nunca dejé nada para la vuelta».

Siempre me ha conmovido ese momento de la película y me gusta aplicarlo a mi práctica deportiva. Llevo practicando diferente tipo de deportes desde que tengo memoria. Me apasiona el sentimiento de superación al que se llega mediante el sufrimiento. En el deporte, no se regala nada. Con mis 178 centímetros, decidí dedicarme en mi juventud al baloncesto. A medida que iba ascendiendo de categoría, me resultaba más difícil jugar en el puesto que más me gustaba (escolta, incluso alero) y tuve que jugar en la posición de base. Aún recuerdo que, para ganar dominio con el balón, me dedicaba a ir corriendo unos 10 kilómetros hasta intentar que el balón fuese la prolongación de mi mano. O dedicaba horas a estar frente una canasta, totalmente solo, al margen de los entrenamientos, para mejorar el tiro de larga distancia.

«Nunca dejé nada para la vuelta». Es el lema de todo aquel que es deportista (no es lo mismo hacer deporte, por bien que se haga, que ser deportista). Desde hace muchos años, practico varios deportes de resistencia, sobre todo el atletismo y la natación. Ayer, por ejemplo, estuve tres horas sufriendo alegremente para intentar ser mejor. Tengo 47 años y ser mejor no significa —nunca lo ha sido— ser «el» mejor. Basta con intentar superarse cada día. Y reconozco, también con cierta tristeza, por qué no decirlo, que no encuentro muchos momentos de felicidad en mi vida fuera del deporte. Cuando estoy en plena actividad cuento con los únicos momentos en los que soy capaz de dejar mi mente totalmente libre de las preocupaciones. Mis pulsaciones suben por la agitación del ejercicio y no por los vaivenes de la preocupación. Y, a veces, imagino cómo me gustaría que fuese mi final (que espero, por otra parte, que sea muy lejano): un momento en el que, de tanto nadar hacia el centro de la nada, ya no quede espacio para volver. Es mi forma de intentar llegar a las estrellas: no dejar nada para la vuelta.

(Imagen de Akunamatata.)

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