Cuando tengo ganas de llorar

 

El día ha sido largo. Ha comenzado siguiendo un largo camino a través del agua, con el destino custodiado por las corcheras y una respiración esforzada hasta la extenuación. El sentimiento de no aguantar más se llama acumulación de ácido láctico y es una de esas verdades que está por encima de casi todas las convicciones. Luego se entrelazan todas las obligaciones, el trabajo cuando exige máximos y no concede treguas. Esta mañana también ha habido momentos para que me pregunten si tengo estrés. He sonreído y he contestado: «Un poco». Reconozco que esa sonrisa me ha aliviado y me ha distanciado de esos otros ahogos, mucho peores que los de la piscina.

La tarde ha transcurrido lenta. Entre eternas promesas, me he detenido a hacer una masa para unas croquetas y, al cocer unos huevos, he comprobado que la vida es frágil y a veces se escapa como los hilos de la clara, que se dispersaban en el agua realizando dibujos insospechados y bellos. Y ahora llega el momento crítico, cuando se decide elegir las canciones italianas de amor. El momento que predispone a la tristeza.

Vuelvo a pensar si tengo estrés, si me ahogo sin encontrar resquicio para encontrar el aire. Y me encuentro todo un conjunto de notas con las que respiro fuerte cuando tengo ganas de llorar.

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