Por qué no fui

Plasticine labyrinth

Llevo muchos días sin escribir. Falta de ideas y ganas, sin duda. No querer escribir determinadas cosas, eso sobre todo. Es poco habitual en mí, pero hay cosas que prefiero callarme (y así va a ser un muchos casos, en muchas ocasiones).

Pero hay una cosa que tengo la necesidad de contar. O no sé si contar o sugerir, no lo tengo muy claro. Y va sobre actos a los que te invitan.

Supongamos que recibes una invitación para acudir a un evento en el que se celebran nosécuántos años de noséqué. Te lo envuelven de forma primorosa y te dicen que eso, que acudas, que te esperan. Tal día a tal hora. Nos lo pasaremos bien. Qué buenos tiempos, oye. Te lo piensas una vez, dos y tres. Por un lado, no te lo esperabas. Por otro, te lo esperas porque no recibir ese papel hubiese sido una acción sumamente desconsiderada. Daño colateral. Esa es la conclusión a la que llegas. Lo tenemos que hacer por cojones. No queda más remedio. Tenemos que invitar a todos, también a este fulano.

Abres los ojos de la imaginación y anticipas el acto. Crees no equivocarte mucho si piensas quienes hablarán y cómo. Y, sobre todo, contemplas meridianamente que el evento no servirá —en la mente del que teje todos los mimbres— tanto para celebrar algo como para que alguien —que teje todos los mimbres— se ponga las medallas acumuladas de tantos méritos impostados. Los edificios y las instituciones tienen (y se merecen casi siempre) todos los años que se conmemoran, ni más ni menos. Y, en ellos, hay momentos de esperanzas, de éxitos y de ilusiones, pero también de desencuentros y de dictaduras, del ordeno y mando como fórmula perfecta, de la sumisión como modelo de supervivencia.

Nadie en su sano juicio puede tener la más mínima duda del cariño infinito que tengo yo a ciertas cosas en la vida. Y si ocurre, como en el caso que nos ocupa, referido a algo en el que has estado implicado —de alguna manera— desde que naciste y se ha prolongado cuando te formaste y cuando maduraste, no se puede decir más. Años y años de relaciones profundas y satisfactorias, de implicaciones y de desvelos. Precisamente por ese cariño, hubo momentos en los que hubo que plantarse, decir que por ahí no pasas. Si algo está mal, se dice y punto. No tenía por qué pasar nada, pero pasó. Porque es mejor estar callado o plegarse. Y en el absolutismo solo cabe uno, hinchado hasta lo más profundo de su ego.

Entonces, cierras los ojos. Se acaba la película. Y dices, para tus adentros, «no». Hubo ya momentos en los que el lugar quedó protegido con alambradas, no vaya ser que te acercaras. Y eso que hubiese sido siempre para hablar bien y quedarse con lo importante. Por eso, ahora, no es el momento. Lo sientes por todos los que se fueron por allí y se preguntaron dónde estarías. Te sientes como los exiliados que no volverán nunca a su patria hasta que sus lugares queridos estén libres de dictaduras.

Estaré siempre, porque soy de ese lugar por tantas razones que dolería hasta decirlas. Pero no fui, aunque esa patria también sea mía.

Imagen de Peter Shank

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