Un médico ejemplar

Nos conocimos en 2004. Por razones que solo cabe citar aquí de manera resumida. Ingresé en el hospital con un cuadro de hepatitis tóxica por medicamentos. Después de las primeras pruebas, él fue el primer médico que me atendió. Me sorprendió por su eficacia, su profesionalidad y por su amabilidad. Fue sincero desde el principio: la cosa no pintaba bien. Lo dijo de manera delicada y pausada, con el tacto especial que distingue a las personas de bien. Yo reaccioné con calma. Respiré hondo y le dije que quería que todas las noticias sobre la evolución de la enfermedad me las comunicase directamente a mí y que no le dijese nada a mi familia, que prefería filtrarles la información y dosificarla en la medida de lo posible.

A medida que pasaban los días, todo se complicaba un poco más. Los niveles de bilirrubina eran alarmantes. No me dolía nada, pero me encontraba enormemente cansado y, cuando me miraba al espejo, me encontraba a una persona totalmente amarilla (ni siquiera el blanco de los ojos se libraba de esa pigmentación que acabó casi por convertirse en naranja). Y, con la bilirrubina por las nubes, llegaron los picores por todo el cuerpo. Unos picores horrorosos porque no procedían de la superficie de la piel, sino de algo más profundo e incontrolable.

No se podía hacer mucho más que esperar. Me controlaban con análisis, me ponían unas inyecciones de vitamina K que no se las deseo ni a mi mejor enemigo e intentaban calmarme esos picores con medicamentos que no perjudicasen mi hígado. A todo esto, él llegaba todos los días con una sonrisa. Entraba, me pedía que me acercase a la ventana, me controlaba no sé qué en las palmas de las manos y me daba una información muy ligera y breve sobre la enfermedad.

El picor era tan horroroso que prácticamente no me dejaba dormir, así que me dio licencia para que pudiese pasear por los pasillos del hospital por la noche (caminar aliviaba un poco el sufrimiento). En una noche que él estaba de guardia, coincidimos cerca de una sala y me dijo que entrase para charlar un poco. Con cara seria y voz enternecedora, me dijo qué tal estaba. Bien, le dije. De ánimo me refiero, dijo. Vaya. Me volvió a sonreír. ¿Qué se puede hacer? Nada, me dijo. Solo esperar. Y, entonces, yo le pregunté que cuándo podría estar curado. Le pedí detalles y él me fue contando toda una serie de posibilidades, desde la mala-mala hasta la buena, que requeriría, en todo caso, un poco de suerte. Le agradecí esa necesidad sincera, que me llegaba no tanto a la cabeza como al corazón. Él notaba que necesitaba comprender, enfrentarme a la verdad y lo explicó de manera sencilla.

A partir de entonces, repetimos esas charlas nocturnas en alguna ocasión más. Seguía contándome cómo marchaba todo, pero también me iba hablando de otras cosas, se interesaba por cosas de mi vida y, al acabar, me cogía un brazo, lo apretaba un poco y acababa con una palmada en la espalda. Era todo lo que necesitaba para volver a la cama e intentar conciliar el sueño y encontrar la esperanza.

Un día, cuando casi llevaba un mes ingresado, entró con una sonrisa diferente. Los niveles de bilirrubina habían bajado por primera vez. No era algo definitivo, porque seguían superando todos los límites imaginables, pero era un posible comienzo. En otra conversación (en esa ocasión fue vespertina), me habló de nuevo de todo lo que cabía esperar, pero con mucho más optimismo. Tengo que resumir el desenlace: todo acabó con el mejor desenlace posible. 

Aunque no totalmente recuperado, decidió darme el alta. Necesitaba comer, coger peso y fuerzas, respirar, salir de ese círculo cerrado. Volvió a esbozar esa sonrisa contenida. Me agarró de nuevo el brazo y, en este caso, me dio la mano. Y me dijo: «Voy a echar de menos esas conversaciones que teníamos».

Hace unos años, me enteré de que mi médico estaba enfermo. Y, el otro día, me dijeron que había fallecido. No pude evitar sentir una enorme lástima mezclada por un recuerdo agradecido del médico que, con su sinceridad y buen tacto, supo mantenerme conectado a la vez con la realidad y la esperanza. Se llamaba Federico Sáez-Royuela. Y creo que se merece este recuerdo y otros muchos más. Gracias, Federico.

Imagen de Georges Dowle.

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