En la línea de caja, número 17 – Fragmentos #31

Olga lleva ya seis horas en el puesto número 17 de la línea de cajas del hipermercado en el que lleva trabajando desde hace seis años. Olga estrenó su trabajo con ilusión, calzada con unos patines y con la tarea de controlar y comprobar los precios de las promociones y los códigos de barras defectuosos. Sus piernas tenían toda la fuerza, todo el vigor del que empieza con algo diferente en una vida. Olga había empezado la carrera de magisterio, pero un conjunto de azares negativos, las matemáticas y una asignatura de pedagogía se pusieron en medio del camino.

Olga ahora contempla cada día como una inmensa rutina. Los días, los meses y los años han ido apeando la sonrisa plácida con la que acompañaba los buenos días, las buenas tardes. El contacto visual con los clientes se ha ido disipando a medida que ha ido comprobando que estos no la diferenciaban demasiado de los estantes de la caja de las galletas y cereales. Hoy las cosas se están dando peor de lo previsto: problemas con el lector óptico, con la lectura de las tarjetas de crédito, con unos cambios que no llegan nunca. Parece que entre la caja central y la caja diecisiete media un abismo de kilómetros, que se extiende entre el tiempo y los gestos de unos clientes impacientes.

Olga levanta la vista y ve que la cola en su caja se hace cada vez más larga. Intenta no oír los comentarios cada vez más desabridos y elevados en el tono y en las maneras. Olga se ha puesto nerviosa y ese temblor de manos no le ayuda precisamente a pulsar la tecla adecuada. Por un momento, Olga desea con todas sus fuerzas soltar un grito, mandarlo todo a la mierda, arrancarse la tarjeta de identificación con un nombre que nunca ha pasado de ser más que eso. Olga intenta respirar con la suficiente hondura como para no ahogarse, pero con la suficiente dulzura como para pasar desapercibida. Levanta la cara y mira a la persona que aguarda. Cree que la conoce, pero Olga ha llegado a un punto en el que no llega a diferenciar si las personas que pasan por su caja son conocidas porque se cruzaron en algún momento de su vida o, si por el contrario, tan solo ha coincidido con ellas a la hora de ir cogiendo enseres de la cinta negra que le acerca los alimentos.

Olga presenta hoy algo en común con el resto de sus compañeras. Bajo la uniformidad de su atuendo, que no llega a ser elegante pero que pretende, al menos, ser discreto,  la cara de Olga está maquillada, los labios pintados de un color discreto, los ojos con una sombra del color del que será su vestido a la hora de la salida. Olga ha ido por la mañana a casa de su prima, que estudia un módulo de peluquería. Le ha dado unas mechas, le ha cortado las puntas, le ha dado cierto volumen a su pelo con el cepillo. Olga lleva ya casi recorrida su larga tarde de viernes y no ve el momento de llegar a la taquilla, cambiarse y salir a ver el cielo, por fin, oscuro, lejano por lo tanto a la blanca artificialidad que le altera los ritmos circadianos.

Unos minutos antes de acabar su jornada, Olga ha recibido un mensaje en su móvil: «lo siento wapa oi no voi a poder llegar a tiempo ke lo pases bien 1 bst».  Lo que Julián no sabe es que Olga había cancelado todos sus compromisos con sus amigas, había dejado el resto de puertas abiertas para recibir esta noche tan especial como si fuese la última.

En el último rato libre que ha tenido libre en toda la tarde, Olga ha empezado a hacer recuento de los tiques de los clientes que han pagado con tarjeta.

(Imagen de Landahlauts.)

 

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