En los que nada importa lo que digas o lo que pienses

Reconoces que te gustan especialmente esos momentos de invisibilidad en los que nada importa lo que digas o lo que pienses, porque los demás están pensando en cosas importantes. Sonríes pensando que, mientras tú te vuelcas a inframundos exclusivamente personales, el resto de tu país, revertido en nación, o en patria, o en paraíso simbólico de todos los infiernos, ansía que llegue, por fin, el momento de los resultados, esos instantes dilatados en horas en los que se le saca jugo al gráfico de tarta o de barras, en el que se juega con los colores y los grosores, con los signos positivos y negativos asociados a siglas o a acrónimos, frecuentemente oxímoros de sus desarrollos letra a letra. Mantienes la mirada por la ventana, ahora que solo ves, bajo el cielo ya oscuro, dos luces de farolas que emiten una luz discreta y cálida y un cartel azul con letras blancas y rojas que te saca, por un momento del ensueño. Piensas lo reversible que son las almas humanas, asignadas ahora al cómputo del voto. Aquellas que soñaron y se decepcionaron. Aquellas que son tan pertinaces como los aguaceros en los días de primavera, que defienden lo que es solo suyo. Aquellas que se asoman y se asoman, se intentan y no lo consiguen. Aquellas que solo son sueños. Aquellas que no son, que no serán. También le das vueltas a que ese individualismo puede estar reñido con una conciencia profundamente social, que crees que tienes más abajo de la epidermis, por no decir el que te reprocharán que vivas siempre a distancias nunca más lejanas de un metro a partir de tu ombligo.

Sin embargo, por mucho que lo intentes, no puedes evitarlo. Te dejas mecer por una música country que logra que proyectes tus sueños en una carretera tan larga como la vida, en la que los años son ciudades, en la que los meses son estaciones de servicio, en la que las semanas son señales que pasan casi desapercibidas. En la que los días pasan en un recuento trágico, tanto como para seguir sonriendo, a medio camino entre el rictus del tonto que no sabe nada y el de aquel que sabe, más o menos, cómo acaban todas las historias del mundo.

(Imagen de Matthew Fang.)

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