Avalancha de gilipollez en la romería del MoMA

Que los museos, hace mucho tiempo, se convirtieron en algo que es difícil definir, pero que no coincide con lo que un aficionado al arte espera, es algo sabido y evidente. Lo que ya no cabe en ellos es esa consagración a las musas a la que se apega la etimología de la palabra museo. Ese elemento etéreo, creador y fundamentador sigue, claro está, en las obras, pero que se queda en ellas y no traspasa a los paseantes que entran en estos recintos, habitáculos de cosas que se exhiben para que no se disfruten desde un punto de vista artístico. La culpa no sé de quién es. Probablemente, la penitencia está en los museos mismos, que fomentan el convertirse en centros de atracción de avalanchas de personas a las que el arte les importa tres cojones.

Me sucedió hace unos días, en el MoMA. ¿Cometí el error de entrar el día de acceso gratuito? Puede que sí (pero también me ocurrió hace unos cuantos años, aunque en menor medida). Me parece bien que se pasee por un museo. Me parece bien que cada uno se pare en la obra en la que le dé la gana. Me parece bien que uno se olvide de la obra y se vaya a tomar un café con dos bolsitas de azúcar. Me parece bien,faltaría más, acudir a un museo para curiosear, sin más (bendita curiosidad, que ha despertado tantas vocaciones). Puestos a que me parezcan bien las cosas, me podría parecer bien incluso esa sospechosa tendencia existente en las multitudes a que a todos les guste la misma obra. En los museos, hay unas cuantas obras que atraen la atención de la masa y hay otros cuantos cuadros magníficos, bellos y sugerentes que pasan desapercibidos. A veces, porque el autor o el cuadro, no es conocido. A veces, porque el cuadro más famoso del autor (y no necesariamente el mejor) le hace sombra.

Centrémonos. Decía que estaba en el MoMA y que había más gente que en la romería del Rocío. ¿Devotos del arte a tutiplén? ¿Ansiosos del día gratis? ¿Aprovechados de un día lluvioso y relativamente frío en NYC? No lo sé, de verdad. Lo auténticamente extraño (y que ahora es lo habitual en los museos famosos, populares y masificados) es que casi nadie miraba, disfrutando y observando, las obras expuestas. Lo único que se percibía era una masa amorfa errante y peregrinante para  ver los cuadros. No, mentira, ni siquiera para ver las obras, sino para  hacer una foto al cuadro en cuestión (como si no encontrásemos imágenes de excelente calidad de esos mismos cuadros en obras impresas y en el todo gratis de internet). No, ni siquiera para hacerse una foto, sino para hacerse selfis con los cuadros. Importa un carajo que la obra esté allí y tú la hayas disfrutado: lo que importa es que tú estés con ella y se lo mandes por WhatsApp a los amigos y lo cuelgues en Instagram y te den 743 likes.

Lo que al principio era indignación, acabó por ser un sentimiento honesto y sincero de cagarme en la madre, padre y demás familiares de los fotografiadores empedernidos, vivos o difuntos. Llegas al quinto piso y allí están los Van Gogh. Algunos, sufriendo en silencio el envite de La noche estrellada. Este cuadro se ha convertido el reclamo indiscutible de las masas en el MoMA. Espero mi turno pacientemente para acercarme, consciente de que poca conversación es posible entre el cuadro y su espectador con tantas interferencias. Repito lo dicho: no veo a nadie mirando el cuadro, sino a personas fotografiando el cuadro y volviéndose a la cámara del móvil para, con cara de gilipollas, sonreír con gesto impostado como diciendo: «Sí, amigos seguidores de las redes sociales (sí, colegas de grupos de WhatsApp), estoy aquí, delante de esto que me dicen que es famoso». En el momento en el que me encuentro cerca de la primera fila, a punto de llegar, un padre con dos niñas pequeñas se cuela e invade el espacio de todos los demás. Da la espalda al cuadro, sitúa a sus hijas estratégicamente en el encuadre y hace un selfi. Luego otro. Y otro. Y otro. Y otro más. Cuando parece haber acabado, cambia de sitio a las niñas y vuelve a la carga con otro. Y otro. Y otro. Quizás llegó a hacer otros cinco más. En el cabreo monumental que llegó cuando mi habitual prudencia me abandonó para decirle al pavo cuatro cosas, solo encontré a una persona más desesperada que yo: la encargada de la sala, situada a la izquierda del cuadro, que me miraba y, sin palabras, parecía decirme todo. Y allí dejé al cuadro, ahogado en su propia popularidad. Menos mal que, poco después, disfruté de mi querido Mondrian relativamente tranquilo. Nunca me defrauda.

La imagen pertenece a mi galería de Flickr (lo que me suele divertir en los museos últimamente es hacer fotos a los que hacen fotos).

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