Historias de alumnos: la chica que leía con la voz de Emma Thompson

Hoy tengo que hablaros de Noemí. En mi trayectoria como profesor, he tenido como alumnos a varias sagas familiares. En este caso, Noemí es hermana de Nerea, a la que dedicaré una entrada en esta serie. Noemí y Nerea forman parte de una familia a la que he tenido (y tengo) especial aprecio.

Hoy, sin embargo, quiero hablar de la voz de Noemí. O, mejor dicho, de cómo descubrí a una persona a través de una voz. Noemí era una chica callada, muy introvertida. No le gustaba nada intervenir en clase y pasaba tan desapercibida que, en algunas ocasiones, te dabas cuenta de que era inteligente y buena estudiante solo cuando corregías sus exámenes, llenos de unas observaciones atinadas que iban más allá de una asimilación correcta y evidente de la materia.

No obstante, como digo, descubrí auténticamente a Noemí gracias a la lectura. Aunque no le gustaba nada que le preguntasen en clase, un día, por casualidad —o, seguramente, por intentar sacar a Noemí de ese anonimato silente— le mandé leer un pasaje de literatura. Su mirada tímida cambió cuando fijó la vista en el libro. Dudó unos segundos y, dejando atrás sus miedos, se puso a leer. Su voz era mágica, preciosa, con una tonalidad muy parecida a la de Emma Thompson (o, mejor dicho, a la actriz de doblaje que ponía voz a la actriz inglesa por aquella epoca) y llena de matices. Me quedé embobado escuchando esa voz maravillosa y reconozco que me salté unas cuentas explicaciones solo para dilatar esa experiencia sensorial.

Pasó un buen rato, le mandé parar y me puse a hablar de su lectura y de su voz. Podéis imaginaros la poca gracia que le hizo a una persona tan tímida. Como soy de todo menos prudente, subrayaba los elogios con cada muestra silenciosa de Noemí diciendo «Para ya, pesado, que no quiero que hables de mí a toda la clase». Mandar leer a Noemí fue, a partir de entonces, y durante dos años, una rutina, que ella aceptaba cada vez con más gusto. Creo que pude contribuir un poquito a que ella ganase seguridad, y todos disfrutábamos de un pasaje leído con las pausas perfectas, con la entonación perfecta, con la calma necesaria para poder paladear cada estructura. Como todo profesor pesado, yo seguía con mis alabanzas. Puedo estar equivocado, pero creo que a ella le molestaban cada vez menos. Alguna vez, incluso, creía adivinar que se esbozaba una sonrisa de satisfacción y yo, entonces, me sentía inmensamente feliz por descubrir una porción de esa riquísima personalidad que anidaba en el interior de Noemí.

El último año, en la fiesta de despedida, realizamos un espectáculo en el que se combinaban la música, las imágenes y la poesía. Se trataba de una creación muy ambiciosa que iba en progresión. Encargué a Noemí la poesía que supone el reto más grande y ella lo aceptó con agrado. Sabía que esto suponía leer ante decenas y decenas de personas, muchas de ellas desconocidas. Ella se subiría al escenario y todos estarían pendientes de las palabras que desgranaría con su voz. La lectura de Noemí fue memorable: se enfrentó a alguno de sus fantasmas y los superó con creces; además, muchas de las personas que la escuchamos ese día estuvimos muy cerca de la eternidad con la calidez de esa voz tan parecida a la de Emma Thompson.

Yo aprecio mucho a Noemí y creo que lo sabe. Me aventuro a pensar que Noemí también guarda un buen recuerdo de mí. Quizás hablemos algo más de ella cuando cuente la historia de Nerea.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Theophilos Papadopoulos.

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