Historias de alumnos: el chico que se lijaba las rodillas


Después de la historia de ayer, digna del mejor de los sanvalentines, toca abordar otra mucho más… no sé cómo llamarla. Pongamos la palabra difícil.

Todos los que entráis aquí a leer esta serie ya os imagináis, porque a veces lo habéis vivido en vuestras propias carnes en ese instituto o en cualquier otro instituto de cualquiera de los mundos posibles aunque difícilmente imaginables, que hay historias que, aunque sean ciertas, parecen totalmente inverosímiles. Si añadiese yo algunas de las cosas que sé o que he visto en una obra de ficción, me tacharían de fantasioso o demasiado imaginativo. Pero la realidad es la que es, mucho más cercana a veces a nuestros mejores sueños, mucho más próxima otras muchas veces a la pesadilla que nos priva del aliento.

Hoy voy a contar la historia de Manuel, un chico que llegó en el último curso al instituto. Era bastante frecuente que, en el centro donde trabajé, llegasen muchos alumnos en los últimos años de la enseñanza secundaria. En algunas ocasiones, por motivos evidentes: habían estado en otros centros concertados hasta un nivel determinado y acudían al nuestro para finalizar de manera gratuita. En otras ocasiones, llegaban rebotados de otros centros por diferentes razones. O, simplemente, llegaban al nuestro deseosos de un cambio de aires.

No sé cuál era el caso de Manuel porque no era su tutor, pero me lo imagino. Creo que era uno de esos chicos de colegio de pago que había patinado un poco con las notas y que había recalado en el instituto para ver si un cambio le ayudaba o le fortalecía. Y le vino bien, porque Manuel, sin ser una inteligencia desbordante, fue resolviendo sus cuestiones académicas de forma más que solvente en las dos materias que impartí yo ese año en su curso, Literatura del siglo XX e Historia de la Filosofía.

Como ya ha aparecido muchas veces aquí, es inevitable recordar su sonrisa. Bueno, más que su sonrisa, su carcajada, una risa desbordante y contagiosa en una cara muy agradable y simpática. Porque Manuel era un chico educado, sociable y encantador.

Un día estaba yo a la hora del café en un bar próximo y, como solía ocurrir con cierta frecuencia, me senté con alguno de los grupos de alumnos mayores que estaban por allí. Ahora que no nos escucha nadie, pasaba muy buenos ratos en esos momentos de charla distendida y ajena a todo lo académico. Allí estaba Manuel. Hablaba de una de sus aficiones deportivas (practicaba el taekwondo) y, en un momento, dentro de esa conversación normal y entre risas, soltó algo que a él le pareció totalmente normal y que al resto nos puso la carne de gallina. Comentaba que le daba vergüenza que le viesen las rodillas en el gimnasio o en las piscinas, que las tenía demasiado oscuras. Nunca he llegado a calibrar las tonalidades de las rodillas en contraste con otros lugares del cuerpo, pero me imagino que nunca sería tan grave como para ser causa de esa preocupación, que llegaba, según él, al trauma. Pero, como he adelantado en el título de la entrada, lo más preocupante no era el síntoma, sino el «tratamiento» que le daba a su «problema»: para quitar ese oscurecimiento, Manuel se lijaba las rodillas. El remedio, era mucho peor que la enfermedad, porque ese aclarado blanquecino inicial acababa en enrojecimiento y, con el tiempo, derivó en herida permanente. Pero, según me enteré algún día por motivos que no venían a cuento, Manuel prefería unas rodillas heridas, incluso vendadas, que unas rodillas sanas pero oscuras.

En ese momento en el bar, me vinieron mil interrogantes sobre los laberintos en los que nos perdemos los seres humanos. Cuando él se marchó, todos permanecimos un rato sentados. La situación era incómoda. Yo quería hablar, pero me había quedado sin palabras. Lo peor vino después. Sus compañeros no sabían todo el asunto de las rodillas, pero conocían manías mucho más preocupantes de Manuel. Al parecer, el chico tenía la costumbre de estar sentado en la mesa del bar con los amigos, con los compañeros y orinar debajo de la mesa. Con ellos ya lo había hecho varias veces. No se le escapa, sino que era un acto deliberado: se bajaba la bragueta y dejaba desparramar el líquido. Luego, con esa carcajada contagiosa de la que he hablado al principio, Pero no era una travesura ni una gamberrada que hiciese en silencio. Manuel les hacía partícipes de ese acto que le provocaba una risa intensa y desbordada como el orín que corría ya por el suelo.

Y creo que todos nos preguntamos ahora (yo lo sigo haciendo) qué le ocurría a Manuel. Yo aún no he encontrado la respuesta.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Cobeete.

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