Historias de alumnos: el chico al que descubrí gracias a Calderón de la Barca

Creo necesario realizar dos breves observaciones generales antes de contar esta historia.

La primera, que un profesor no «descubre» a nadie. En el oficio del enseñar, es muy sencillo ver al que ya está descubierto: hay alumnos muy estudiosos, inteligentes y diligentes que, aunque nuestro trabajo les venga bien para aprender y progresar, tampoco nos necesitan demasiado. Por lo tanto, existe un tipo de alumnos a los que, simplemente, se les ve y se les estimula, cosa que puede que no sea muy difícil. Sin embargo, creo que el auténtico reto de un profesor es sacar lo mejor de todos los alumnos y, dentro de esta loable tarea, «destapar» a aquellos talentos que permanecen ocultos por ser tímidos, por tener otra forma de ser o de pensar, por no obedecer a ciegas a todos los paradigmas del sistema. Es en estos casos cuando pienso que el profesor «destapa» y ellos nos descubren todo una gama de maravillas que permanecían ocultas sobre una capa, más fina o más gruesa, de discreción u otros tipos de escondite de talentos.

La segunda, una defensa apasionada de promover las lecturas «de verdad» en la enseñanza secundaria. En este blog he escrito varias entradas sobre este particular y no me voy a extender, por lo tanto, en esta cuestión. Si queremos promover la lectura, hagámoslo con libros dignos de ser promovidos y pongamos todas nuestras ganas, todo nuestro ímpetu y todos nuestros recursos para que los alumnos descubran las grandes maravillas de la literatura. Así me ocurrió durante muchos años con La vida es sueño, que era una de las lecturas fijas para mí en las asignaturas de Literatura en las que tocaba dar el Siglo de Oro. Lo que no puede hacer un docente que se precie es lanzar un libro de ese calibre al aire y esperar que los alumnos, sin más ni más, lo recojan. Las buenas lecturas deben ser acompañadas y disfrutadas entre todo el grupo. Leíamos la obra en clase y desgranábamos sus mil y una maravillas. No puedo extenderme más sobre esto (quizás lo haga en otro momento, no sé). Solamente diré que me sentí muy orgulloso de mis alumnos cuando, a raíz del intento en las redes sociales de rescatar una palabra bella cada año, se postuló la palabra arrebol. Cuando a mucha gente esta palabra no les decía nada y tenían que buscar el significado en el diccionario, yo recibí muchísimos mensajes de alumnos que recordaban los momentos en los me explayaba y me emocionaba con ella, a punto de subirme en la mesa (no sé si alguna vez lo hice: en todo caso, no lo confesaré aquí) con su belleza de forma y significado. En suma, habían conseguido recordar con cariño las palabras y sus matices.

Pero no puedo enrollarme más. Mi hijo me suele criticar por estos vericuetos que le doy a las entradas de esta serie. No le gustan alguno de los títulos que pongo (él quiere que tengan más gancho), ni estos rodeos que a mí me gustan tanto y que veo tan innecesariamente necesarios. Este párrafo, de hecho, es una prueba para comprobar si ha llegado leyendo hasta aquí.

Pero vayamos a la historia de César (que es hermano de Lucía). Conocí a César en una clase de Literatura de 2.º de BUP (el equivalente a 4.º de la ESO). Era una clase llena de chavales muy inteligentes, participativos y, sobre todo, tremendamente dicharacheros. Era muy fácil dar clase a ese grupo porque siempre se sacaban cosas interesantes en un ambiente relajado, incluso divertido. César no pertenecía a ese sector participativo. Por las razones que fueren, que luego iría intuyendo, a él le gustaba permanecer al margen. Ese estar al margen podría parecer sinónimo de desinterés a alguien que no prestase demasiada atención a César. De hecho, yo no lo presté demasiada atención al principio. Pero llegó un gran momento. Íbamos a leer La vida es sueño y tocaba la hora de repartir los papeles de la obra. Había que asignar el papel de Basilio y yo, casi sin pensar, fui mirando por toda la clase y dije: «Emmmm, de Basilio… emmmm, César Pedraza». Él puso cara de malos amigos y creo que rezó algún tipo de protesta para sus adentros más externos. Leyó y lo hizo muy bien, con la serenidad de un rey que fiaba el futuro en los astros. Llegamos a la siguiente clase y la lectura continuaba. Yo solía variar los papeles. Le asigné a otra chica el papel de Rosaura, a otro chico el de Segismundo y tocaba elegir a otro Basilio. Yo fui mirando por toda la clase y dije: «Emmmm, de Basilio… emmmm, César Pedraza». Ese día la protesta y la cara de pocos amigos era más que vehemente. Quizás él pensase que lo hacía para molestar y sus compañeros que lo hacía para vacilar, pero a mí me gustó esa manera de leer el primer día. Y fuimos repitiendo la ceremonia durante todas las jornadas que duró la lectura de la obra. El inicio era siempre esa voz de protesta, que se había convertido ya en rutina. Para mí, César se había ganado un sitio de privilegio entre los alumnos de Literatura. Demostraba que sabía de lo que hablaba y, según descubrí poco después, que reforzaba lo que él leía por su cuenta, que era mucho.

Pese a haber sido mi alumno hace ya demasiado tiempo, César y yo hemos seguido manteniendo el contacto. Si llega a leer esto y pongo que le considero mi amigo, seguro que me largará un guasap con alguna palabra gruesa afirmando estar en las antípodas. Porque César es así, protestón por fuera e inteligente, anguloso y rico por dentro. Quedamos de vez en cuando (quizás menos de lo conveniente) y nos tomamos algo siempre en el mismo bar, a petición mía. Hablamos de cine y de series, de libros y de escritura. Nos reímos el uno del otro, de los gustos que tenemos, que en un inicio parecen incompatibles y que luego resultan sospechosamente próximos.

César es una de esas personas que no encajaba bien en el sistema convencional de un instituto. Contaré alguna cosa más de ese discurrir académico, que no llegó a finalizar con éxito. Y, si él me deja manteniendo este seudoanonimato, contaré algo de su historia en la que el talento y la perseverancia que ha tenido en la vida le han cundido mucho más que nuestro trabajo con él como profesores, oculto como estaba bajo la capa de Basilio, ese rey que interpretó hace tantos años y que, para mí, le confirió el linaje de los grandes entre los grandes. Porque, descubriendo a un basilio, a veces, nos descubrimos a nosotros mismos.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Hernán Piñera.

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