Historias de alumnos: el hermano del chico que clavó una navaja a mi compañero de clase

Hoy dudada entre publicar: «El chico que acabó desnudo de madrugada en una piscina municipal» o «El chico que contestaba con perfección y elegancia a una pregunta del examen y dejaba las otras cuatro en blanco», pero me he decantado por esta.

Para contar esta historia, tengo que explicar algo de mi pasado que conecta con lo que cuento hoy. Yo también estudié, como todos estos alumnos de los que hablo, en el instituto protagonista en muchas de estas entradas. Se trata de un centro situado en un barrio de Burgos. Ahora (también cuando daba clase allí) es un instituto normal, lleno de gente de todas las procedencias, en el que caben también los alumnos procedentes de orígenes modestos. Decir que es un centro normal lleno de gente normal quiere decir muchas cosas (creo que todas buenas) cuando hablamos de Burgos.

Pero, cuando llegué a ese centro, el barrio en el que se ubicaba era mucho más conflictivo de lo que es ahora y algunos de los alumnos que estaban en el centro en los primeros cursos de BUP también lo eran. Hoy no toca explicar cómo llegué a estudiar allí, pero sí tengo que decir que era frecuente que mis compañeros fuesen señalando, cuando salíamos del colegio, a unas cuantas personas que vivían en el barrio por su mote y con observaciones tan atemorizantes para un chico de 14 años que había vivido antes en otros mundos: «Este salió de la cárcel hace dos semanas», «Mira, aquel siempre va con pistola», «Ese trapichea con heroína. Está enganchado que no veas». Ninguno de esos angelitos estaba dentro del instituto, pero algunos parecían dignos aspirantes a esos tronos. Quizás el miedo estaba más en mi imaginación que en la realidad, pero, en la primera semana de clase, un compañero me pidió prestado un bolígrafo y yo no me atreví a pedirle que me lo devolviera. Recuerdo también a dos chicas nuevas que se sentaban justo delante, desesperadas porque un tipo de la fila de al lado se volvía durante la clase y adornaba todo tipo de gesticulación lasciva dirigiéndose hacia ellas. Me mantuve durante unas semanas lleno de inquietudes, que se acabaron cuando, en una hora libre que tuvimos porque faltó el profesor, cayó en mis manos un balón de baloncesto. Con una de mis pocas habilidades, me convertí en un pequeño héroe que ayudó al instituto a ganar partidos en la liga escolar. Puedo decir que, con mi dominio de la canasta, se acabaron mis problemas.

La clase que teníamos me parecía de otra década. Acostumbrado como estaba a las mesas individuales, aquí teníamos mesas en las que los dos pupitres estaban unidos. Yo me sentaba en la última fila y a mi compañero le conocía porque los dos procedíamos del mismo colegio. Un día, en el descanso entre clase y clase, yo estaba inclinado hacia la derecha hablando con una chica de la fila de al lado, cuando escuché un grito tremendo de mi amigo. Me di la vuelta y me dijo que le habían clavado una navaja. Se apretaba el muslo con las manos. Llevaba un pantalón de pana y yo no veía nada (el azar había originado que el corte coincidiese con una de las líneas del pantalón). En dos segundos, empezó a brotar la sangre. El pinchazo no era profundo, pero sangraba de forma más que significativa.

Como es habitual, no cabe aquí contar toda esta historia, que precede a la que tiene justo protagonismo hoy, pero sí creo necesario decir que el chico que había clavado la navaja a mi compañero no llegó a ser expulsado ni un solo día del instituto, todavía no llego a entender por qué. No quiero ni pensar que estaban acostumbrados (que no lo era el caso). Tampoco quería pensar que fuese el miedo a las represalias. Y otro apunte: decidió clavar la navaja a mi amigo, simplemente, porque se lo había apostado con un colega a cambio de un cigarrillo. Para que veáis lo sencillas que son las cosas del clavar.

Muchos años después, trasladamos nuestra historia a una clase de 2.º de BUP (3.º de ESO). Cuando el primer día me dispongo a pasar lista, reconozco esos apellidos al instante. Miro la cara del chaval y noto un inconfundible aire de familia. La misma forma de la cabeza, el pelo lacio y con un corte similar. Le pregunto: ¿»Tú eres hermano de…?». Él me contesta con una sonrisa que, inmediatamente, interpreto como sarcástica. «Sí», me dice. Al día siguiente, cuando vuelvo a pasar lista, me dice: «Mi hermano te manda recuerdos». Y yo vuelvo a pensar en películas de miedo y lleno mi cabeza de pájaros de pésimos augurios. En los días siguientes, Alberto, que así se llamaba el hermano del navajero, siempre me mira de reojo y sonríe. Siempre contesta a mis preguntas de manera lacónica.

Mi asociación de Alberto con su hermano y las navajas duró mucho más de lo que cuento aquí. Con el tiempo, sin embargo, descubro que Alberto no tiene nada que ver con su hermano. Su sonrisa no es aviesa ni endiablada. Es, simplemente, una sonrisa. Y su forma lacónica de contestar es, simplemente, una forma de ser. Alejado ya de los prejuicios, nunca vi un mal gesto en Alberto, nunca una mala intención. Es cierto que no era muy buen estudiante y que le gustaba mucho más distraerse durante las clases que aprovecharlas, pero eso no hacía de Alberto deudor de ninguna de las malas mañas que le precedieron. Esto me enseñó lo perjudicial que es montarse una película sobre la enseñanza con un guion preestablecido.

Por cierto, más tarde me enteré de que el hermano de Alberto me mandaba unos saludos sinceros que nada tenían que ver con otra cosa que no fuera con el recuerdo de un compañero al que no se le daba nada mal jugar al baloncesto. Y ahora veo unas cuantas veces a Alberto durante el año. Trabaja en un bar al que voy con cierta frecuencia a comer unos pinchos que me encantan. Me recibe siempre con esa sonrisa que le caracterizaba ya a los 16 años. Y yo se la devuelvo con otra sonrisa, esa con la que tenía que haber recibido a Alberto desde el primer día. Sin ningún tipo de prejuicios.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Guillermo Ruiz.

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