Historias de alumnos: el alumno superdotado que atemorizaba a los profesores

Se llamaba Adán y llegó para estudiar el BUP en mi instituto. Al parecer, tenía cierta fama en la sala de profesores ya en primer curso, pero yo no le conocí hasta 2.º de BUP (el equivalente a 4.º de la ESO) en clase de Literatura. Ya he comentado que no solía hacer mucho caso de las cosas que se decían de los alumnos, para bien o para mal, puesto que el prejuicio establecido y las etiquetas que ponemos a los alumnos pueden no coincidir con la realidad. A veces, se alejan de ella sospechosa o irremediablemente. Y, además, no estaba presente en las sesiones de evaluación, que es donde solían hacerse muchos comentarios valorativos sobre los alumnos.

Decía que se llamaba Adán, no me acuerdo de su apellido, pero sí creo recordar que algunos de mis alumnos decían que el tal Adán y yo teníamos cierto aire de familia (años después, todavía ignoro por qué). Nuestro conocimiento mutuo fue épico, todavía lo tengo bien fresquito en la memoria. Como solía ocurrir en la primera clase, después de presentarme y antes incluso de pasar lista, iba preguntando a todos cuántos libros habían leído, qué tipo de libros preferían, si había algún libro que les había marcado especialmente. Para los profesores que hayan llegado recientemente a esto de la enseñanza, quizás estas preguntas puedan parecerles, directamente, ciencia ficción. Quizás muchos alumnos de estos cursos ahora no tengan mucho que decir o todo lo que digan se resuma en libros de literatura infantil y juvenil sin ninguna calidad literaria. Este no era exactamente el caso en aquella época, aunque también es cierto que el paso del tiempo dulcifica y magnifica los recuerdos de las épocas pasadas haciendo de estas algo mejores de lo que fueron y convirtiéndolas en una proyección de nuestros anhelos.

Decía que iba preguntando esas cuestiones y llegó el turno de Adán. Yo no sabía quién era él, no reconocía a los alumnos por su cara al no haberles dado clase y, como digo, no había pasado lista. A la pregunta de marras, él me dijo: «A mí me gustan mucho los libros de Stephen King». Todavía no llego a saber por qué, mi respuesta inmediata fue: «¿Y por qué te gustan esas mierdas?». Él quedó francamente descolocado, erguido y tieso como estaba en el asiento, se echó un poco para atrás, y no supo muy bien qué decir. Esbozó algo de «Pues no está tan mal», pero no le entendí bien. Mi reacción, como digo, fue inesperada incluso viniendo de alguien como yo (y lo digo porque, desgraciadamente, me conozco bien). Entre otras cosas, porque algunos libros de Stephen King, sin ser la quintaesencia de la literatura, no están tan mal y cualquier adicto a sus historias y con paciencia para leer libros tan extensos podría fácilmente extender sus lecturas hacia otros campos más selectos. Como digo, la cara de mosqueo duró minutos, frente al cachondeo general de algunos de sus compañeros, que se congratulaban del momento de estupor vivido por Adán.

Luego pasé lista y me enteré de que era él, el chico del que hablaban todos, el superdotado. Y no me refiero a una superdotación sin más, de esas de alumnos que sobrepasan holgadamente la media del cociente intelectual del resto de los mortales (de hecho, en esa clase la estadística habitual se rompía porque había otros alumnos con unas mentes prodigiosas. Hablaré en esta serie, al menos, de dos de ellos), sino una mente privilegiada para procesar, asimilar y entender todo lo que se decía a una velocidad vertiginosa. En el retrato que ahora hago de él soy un tanto injusto porque, aunque lo que voy a decir creo que no se escapa una pizca de la realidad, sí existen otros elementos que pueden condicionar esa impresión, que podría parecer negativa y que se manifestarán al final de esta entrada. Ya sabéis que en estas entradas hablo de risas y sonrisas. La suya, la sonrisa de Adán, solía ser una sonrisa de autosuficiencia. Una elevación escueta de los labios hacia arriba enseñando las paletas que, en algunos casos, podía significar «Ahora vas a saber tú lo que es bueno». Adán lo intentó en esa clase un par de veces. Alguna pregunta capciosa, una observación cargada con nitroglicerina, pero yo respondía como si no me diera por aludido y, todo hay que decirlo, con algunas dosis de retranca.

Ahora que ya estaba, por fin, metido en el curso de Adán, descubrí que había en el profesorado dos bandos en lo que al chico se refería:

Había un bando, liderado especialmente por una de mis compañeras que se enfrentaba a Adán por el método de la negación. Tendía a ponerle inicialmente unas notas que se alejaban mucho de las que se merecía porque lo contemplaba a la luz de los años y la formación que tenía ella. Ella, y otros que la secundaron en el futuro, intentaban ningunear su excelencia ignorando que, con toda su inteligencia y madurez a cuestas, era un chaval de 15 años y, desde luego, no conocía todos los resquicios de una disciplina que ella había estudiado durante cinco años. En definitiva, lo rebajaba de su altura natural, la elevación que le correspondía haciendo trampas. He de decir que esto es muy común entre el colectivo glorioso al que pertenezco. El hecho de estar a un lado determinado de la mesa, cerca de una pizarra y con un bolígrafo rojo en la mano para manejar nuestra autoestima nos hace creer que somos más inteligentes que los pobres sufridores e incautos que tenemos delante. Y nada más lejos de la verdad. Pero dejémoslo, es un asunto que nos llevaría mucho tiempo.

Otro bando, mucho más numeroso, era el de los sufridores. Profesores que llegaban a clase y a los que se les helaba la sangre cada vez que Adán levantaba la mano para hacer una pregunta. Si intentaban salir por los cerros de Úbeda, Adán insistía, contraargumentaba y contraatacaba, argüía y colegía, derivaba y volvía hasta que acababan agotados. Un día, en el recreo, un compañero me confesaba, casi llorando, que no podía más, que la situación le superaba. Yo le pregunté qué había pasado y él me dijo que intentaba contestar a lo que Adán le preguntaba, pero se le agotaban los conocimientos y los argumentos. Le planteé: «¿Y por qué no le dices, simplemente, que no sabes la respuesta?». Porque Adán, siendo justo o injusto en esos momentos, podía aceptar las limitaciones de los profesores, pero no el rodeo ni la mentira. Si a una pregunta interesante y ávida de conocimiento (hay que subrayar que Adán no levantaba la mano simplemente para fastidiar) se le respondía con un «Mira, pues esto, así, no me lo había planteado. Lo miro y mañana lo comentamos», el chico lo aceptaba de forma natural. Si la respuesta, en cambio, iba enmarañando o enmascarando una ignorancia, Adán se sentía defraudado y procedía sin piedad.

He de decir que a mí, particularmente, Adán me caía bien. Creo que no solo nos soportábamos, sino que teníamos una relación profesor-alumno, alumno-profesor, bastante cordial. Cuando se le contemplaba desde una óptica un poco más relajada, se descubría en Adán un gran sentido del humor, una rechifla constante contra el mundo y cualquier de sus circunstancias, una manera muy enriquecedora de contemplar la enseñanza, en la que no solo enseñas sino que eres enseñado de una forma ágil, hábil y provechosa.

Todavía recuerdo un día en el que Adán me preguntó si podía hablar conmigo en privado. Estaba en COU y yo, ese año, ya no les daba clase. Reconozco que estaba muy intrigado ante lo que me querría decir. Lleno de serenidad, me fue esbozando lo que se había comentado en clase de Lengua sobre una cuestión bastante compleja relacionada con los tipos de sintagmas, sus tipologías y sus funciones. Él había preguntado en clase y el profesor le había dado una contestación demasiado apresurada y, desde la profundidad que necesitaba Adán en las contestaciones, totalmente inexacta. Quería reunirse conmigo para saber si la cuestión era aceptable como el profesor se le había dicho. Yo le dije que no. Le expliqué la cuestión en pocas palabras y, naturalmente, él me entendió a la perfección. Tampoco me gustaba llevar la contraria a un compañero. Le dije que, al tratar estas cuestiones, se suelen dar respuestas aproximadas, que si tal, que si cual… Cuando se iba, me dijo: «Ya me imaginaba que el profesor estaba equivocado, pero no se lo quería decir en clase. No le quería hacer pasar un mal rato».

Adán entró a estudiar Medicina. Allí, al parecer, todos los profesores alababan su excelencia. También es cierto que muchos le aconsejaron especialidades alejadas del contacto directo con los pacientes. Después de una más que divertida propuesta para dedicarse a la medicina forense, Adán ahora es radiólogo. He coincidido con él solamente dos o tres veces. Sigue teniendo esa misma sonrisa que, pareciendo autosuficiente, está cargada de ironía. Adán es un buen tipo, una mente privilegiada y un alumno cuyo paso por nuestras vidas no se puede, no se debe, olvidar.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Pimthida.

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