Es domingo por la mañana y

Es domingo por la mañana y he desayunado mientras escuchaba un podcast de humor. En una ocasión, la risa ha provocado un pequeño conflicto entre el cruasán, la leche y mi faringe. He leído durante un rato, aprovechando una extraña paz y una luz preciosa que entraba por la ventana. He apagado la aplicación de «Libros» y me pasado a jugar un rato más largo del previsto a Toy Blast. Mientras jugaba de forma intensa, casi compulsiva, me preguntaba si no había otra manera de matar el tiempo.

He ido al despacho y me he puesto a contestar a correos del trabajo. A corregir prácticas. A mandar mensajes a los foros de las asignaturas. A preparar las próximas tareas. Sin transición mental que lo justificase, me han venido a la cabeza unos oráculos del Libro de Isaías. Dicho así, parezco un personaje de las ficciones estadounidenses, que conocen la Biblia al dedillo y profieren algunas de sus máximas de modo eficaz, pero críptico, hermético.

Estaba luego con los auriculares, escuchando a un grupo que no me atrevo a confesar. Luego he pasado a Joe Crepúsculo, lo confieso sin culpa y con dicha. Y a Ismael Serrano, como casi siempre. Y a Manuela Vellés y a Los Caligaris. He corregido otras dos prácticas y he notado las piernas agarrotadas. Después de una semana intensa de entrenamientos, los días en los que toca descanso me duelen los músculos de tal manera que suelo romper la abstinencia en forma de kilómetros o de pesas o de largos de piscina. Pero he vencido a la tentación y he seguido en casa.

He empezado a leer un relato de Alice Munro. Me lo recomendó Cárol el pasado viernes. Para revisar la memoria, la vuelta atrás y la prospección de nuestros recuerdos. La mezcla ha sido perfecta porque estoy leyendo ahora El dolor de los demás. Lo pensaba el otro día, cambiando el título: la felicidad de los demás. Esa felicidad que aparece en las redes sociales, en las fotos de comida exótica, en las calles de una ciudad siempre lejana, en la sonrisa de un grupo, en el salto a la de tres. Gente que solamente ha saltado para la foto. ¿Se puede ser feliz contando toda la pátina de nuestra vida, sin escarbar, sin explicar los momentos en los que tienes unas ganas tremendas de llorar? ¿Sin pensar en esos momentos en casa, con el pantalón de chándal, la camiseta medio rota y esa mancha que no se quita, en los que cualquier vida te parece más deseable, más apetecible?

Es domingo por la mañana y he estado a punto de escribir una entrada. Estaba escrita con un recurso que me gusta mucho, la segunda persona que equivale al yo. Hablaba de llegar tarde a todos los lugares que no dependen de un reloj, de los reflejos de lo que no soy, de los momentos en los que desaparezco dejando entrever que estoy detrás de una servilleta. Infantil, sin duda. Reflexionaba sobre el momento de mi vida en el que me resistí por primera vez a dejar que el acto de llover resbalase por mi cabello, mi cara, mi cuello. Y calase toda la ropa. El día, en suma, en el que se te olvida cualquier otra cosa que no sea el acto de sobrevivir. Decía también que nunca he estado en el campo en una noche de agosto, con una manta extendida en el suelo para esperar el milagro de halos de fuego cruzando el cielo. Y me reprochaba, me reprocho, ser demasiado impaciente, demasiado urbano.

Las coincidencias existen. Porque en esas líneas que existían en borrador pero que suprimiré dentro de poco hablaba de correr y saltar y no sentir el aire bajo mis pies. Ese que habita en las fotos de las que hablaba unos párrafos más arriba. Lo escrito, leído ahora, en su conjunto, no me ha gustado nada. Solo algunas líneas, ideas sueltas. Quizás el final, en el que decía algo así como «Siente la llamada de lo dulcemente, de lo apasionadamente salvaje». No era esa la manera de acabar. Sin tener ninguna idea de lo que se me pasaría por la cabeza al escribirlo, remataba con un «Que, a veces, es —como el cielo— azul. Algún día lo utilizaré para una entrada.

Se me olvidaba decir que también me hacía algunas preguntas. Por ejemplo, si alguna vez perderé el control (ese que me atenaza, ese que me estrangula), ese con el que uno no consigue disfrutar de todo hasta el instante más extremo. Lo leo ahora y no entiendo lo que quería decir, a no ser que me refiera a momentos muy concretos que tienen alguna presencia importante en mi vida.

Y estaba mirando mirando por la ventana de mi vida cuando he pensado en los peces pleuronectiformes. No había nada en la calle que justificase ese acto. Miraba, simplemente, con los ojos de la imaginación. He pensado lo que me gustan las platusas, los gallos y los lenguados. Me gustan por su sabor y por su forma, por su carne más o menos prieta. Por habitar en el fondo marino, entre la arena. Sabiendo permanecer miméticos, acordes con el entorno, aparentemente discretos. Capaces de vestir con elegancia cualquier tipo de ropajes, ajustados a lo que les circunda en su propia excepcionalidad. No necesitan gritar a las cuatro corrientes marina que están ahí. Pero, cuando los encuentras, sientes que has hallado algo realmente importante.

Es domingo por la mañana y, como podéis comprobar, no ha pasado nada digno de contar.

La imagen es de Roban Kramer.

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