Historias de alumnos: los que nunca fueron jóvenes

Como habéis podido comprobar, a lo largo de esta serie hablo, sobre todo, de alumnos. Decidí no hablar más que de forma ocasional de otros profesores y solo de forma tangencial y por alusiones sobre los padres. En suma, es una serie de historias de alumnos en todas sus individualidades. Aprovecho esta pequeña introducción para apuntar algo que desarrollaré quizás otro día, quizás en otro lugar (de este blog o fuera de él): no escribo la historia de los alumnos, así, en general, sino la historia que yo sé y tal y como yo la viví. A lo largo de estas semanas, he tenido ocasión de charlar, con un café, Coca-Cola o caña de por medio, pero también a través de WhatsApp, del correo o los mensajes directos de Twitter con alguno de los protagonistas (o con protagonistas que, a su vez, son amigos de otros protagonistas). Y se extrañan de que me acuerde de un detalle y que, sin embargo, no cuenten otro que a ellos les parece relevante y que ocurrió en otra clase o en otra capa de sus vidas. No ejerzo de narrador omnisciente. Cuento lo que vi desde el ángulo en el que lo veía (a lo que se añade, claro, todo el sumatorio modificador de la memoria). A lo más que llego, como en alguna narración de finales del XIX, es a encaramarme a un banco para adivinar lo que ocurre en el interior de una casa intentando que mi cabeza deduzca lo que apenas contemplan mis ojos.

Pero vayamos a la entrada de hoy que, como digo, es una excepción. Hoy, por primera vez y creo que por última, hablaré de un colectivo. Lo he titulado «Los que nunca fueron jóvenes», que no es otra cosa que decir «Los que siempre fueron viejos».

Si existe algo maravilloso en nuestra profesión, es, sin duda, el estar en contacto con personas jóvenes. Es cierto, a veces esos millones de neuronas que mueren a borbotones y se regeneran de forma esplendorosa en esas edades puede dar dolores de cabeza. A veces, cuando se llega a determinadas etapas de la vida, quizás a algunos les produzca pereza. Pero no hay nada que pueda compararse al acto de ver crecer los cuerpos y las mentes, los deseos que son impulsos y los impulsos que son deseos, el partir casi de cero para negarlo todo, para planteárselo todo como si nada antes hubiese existido. Negar la autoridad y aceptar las normas a regañadientes. Sublevarse ante lo que es injusto y ante lo que —tan solo— lo parece.

Cuando hablo de alumnos que siempre han sido viejos no hablo de alumnos que son maduros, que han adelantado en meses (pocos o muchos) el proceso natural de la edad. Personas que pueden ser más prudentes, analíticas o reflexivas. En definitiva, cuando hablo de viejos, hablo de viejos. A veces, no hay manera de explicar las cosas si no es a través de tautologías. Ya di alguna pista de ellos cuando hablé del alumno que siempre llevaba limpios los zapatos. Iba a descender a hablar de ellos con ejemplos, pero me ha asaltado la desidia y me ha entrado una flojera que se extendía desde las meninges hasta las puntas de los dedos.

La verdad es que les dedico una entrada cuando no tengo mucho que decir sobre ellos. De forma automática, se puede decir que muchos profesores sentimos cierta aversión por ellos, pero no es cierto. A mí, personalmente, me provocan sensaciones que van desde la desconfianza a la pena.

Desconfianza, porque no llego a admitir que estén perdiendo de forma tan triste la única y maravillosa «enfermedad» que se cura con el tiempo. A medida que cumplimos años son tantas veces en las que uno echa la vista atrás con ciertos visos de nostalgia que no podemos entender que haya personas que desperdicien de forma tan inútil sus presentes. De alguna manera, siento esa desconfianza cuando percibo cierto orgullo impostado en sus actitudes. Pena, porque ves que se rodean de pensamientos viejos, de ideologías viejas, de costumbres viejas. Se regodean en su propia perfección de sentirse perfectamente viejos, endiosados y blandiendo los estandartes de un sentido y unos juicios que no les corresponden en ese período de sus naturalezas.

Da igual lo que se les sugiera, lo que se les diga, a lo que se les empuje. Los alumnos viejos siempre obedecen de la misma manera a unos principios que parece que revolotean por encima de ellos como buitres que les arrebatan la libertad de pensar de la manera más irreflexiva, de gritar de la forma más espontánea. Como profesor, uno tiene que lidiar con todo. Lo que me gusta y lo que no me gusta, lo que le produce desconfianza y lo que le produce pena. A veces, tiene que pintarse con un barniz en el que resbalen todas las opiniones. Pero reconozco que a mí me pone muy feliz rodearme de personas que piensan que siempre serán jóvenes, con todos los futuros siempre por delante.

Y vosotros, ¿habéis conocido a algún compañero viejo cuando erais jóvenes?

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Petalouda62.

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