Historias de alumnos: el chico que vino de un país de la Europa del Este para quedarse en nuestro corazón

Tenía olvidada —o aparcada— la serie de Historias de alumnos, pero me ocurrió ayer algo en el supermercado que me ha hecho «volver», aunque sea solamente de manera esporádica… o con algo de continuidad. No lo sé todavía todavía con certeza.

Como decía, estaba en el supermercado, en la zona del pan, dispuesto a comprar unos panecillos (integrales al 25 %), cuando una señora me preguntó: «¿Eres Raúl, no?». Yo le dije que sí y la miré extrañado, porque, en un principio, no la reconocí. «Soy la madre de Ionut», me dijo. Cuando oí el nombre de Ionut, esbocé una gran sonrisa y me lancé a estampar muy decidido dos besos a su madre. Me llevé una alegría infinita cuando estuve charlando con ella un ratito.

Tuve noticias de Ionut antes de estar con él en clase. Se trataba de una familia que había llegado a España procedente de Rumanía y que tuvimos la suerte de que llegase a nuestro instituto. Decía que supe de Ionut porque era un chico muy especial. Llegó sin saber ni papa de español, pero, a los pocos meses de llegar… ¡era prácticamente el mejor alumno de su clase de Lengua en segundo de la ESO! Por lo tanto, iba sabiendo cosas de él y de su progreso como un alumno magnífico. Tenía una hermana más pequeña, Sorina, a la que, lamentablemente, nunca pude tener en clase. Luego hablaré de esto también.

Cuando tuve por primera vez en clase a Ionut, me causó una maravillosa impresión. Esto intenté disimularlo al principio, porque siempre he tenido un extraño principio: procuro ponérselo «difícil» a los alumnos que tienen fama de «buenos y con buenas notas» de cara a la galería, para que no piensen que lo van a tener fácil gracias a esa reputación ganada en cursos anteriores. Pero era muy difícil no sentir empatía y simpatía por Ionut. Una percepción superficial llevaría a considerarlo solamente como un chico muy educado, respetuoso y siempre dispuesto a realizar con éxito todo lo que se refería a las asignaturas. Pero, a poco que se profundizase en esa cara inicialmente sería, se veía una sonrisa irónica y sostenida a medias que escondía un sentido del humor inigualable. Y, además, era un tipo muy inteligente. Pese a que les encargaba unos comentarios de texto y unos análisis morfológicos, sintácticos y semánticos no siempre fáciles, él salía casi siempre bien parado con aportaciones siempre cargadas de matices.

Dado su origen rumano, le «fiché» para que les hablase del auténtico Vlad Tepes, el personaje que sirvió a Bram Stoker para construir el personaje del conde Drácula. Él daba unas charlas magníficas a mis alumnos de Literatura y les instruía en las glorias (y las crueldades) de ese héroe nacional rumano, cuya vida está cargada de anécdotas curiosísimas. Y, durante un tiempo, me ayudó a hacer una tournée contextual sobre el «bueno» de Vlad. Sus compañeros de otros cursos quedaban embelesados con su gran talento para contar historias.

Podría contar muchas cosas de aquella época. Sus compañeros y sus amigos, si decido que esta vuelta a las «Historias» no sea una excepción, pueden engrosar anécdotas muy jugosas. Pero no me queda otro remedio que hablar de Sorina, su hermana. Le diagnosticaron un cáncer cuando era bien jovencita y pasó por momentos auténticamente malos. Yo no la tuve en clase, pero, además de lo que me contaba una compañera, que era su tutora, podía seguir la evolución de Sorina con las caras de Ionut. Fijándome en su rostro, creo que podía acertar si era el día para hacer una broma sobre algo ocurrido en clase, si decir algo ligero sin que se notase que quería distraerlo a él o, simplemente, callarme. El final, Sorina falleció. Fue uno de los momentos más tristes de mi paso por el instituto. Aunque ya he dicho que yo no la había tenido en clase, se trataba de una chica cariñosa y estupenda. Todo el centro quedó conmocionado por la noticia. El único consuelo que me queda es el haber asistido a uno de los funerales más bellos que recuerdo. Era un funeral de rito ortodoxo, lleno de cantos y salmodias que embargaban el ánimo, el alma. Todavía me sobrecojo cuando lo recuerdo.

Cuando hablaba con la madre de Ionut y Sorina en el supermercado, ella me recordó algunas cosas de aquella época. Charlamos sorprendidos de todo el tiempo que había pasado desde entonces, de dónde vivía y trabajaba ahora Ionut, de los años que iba a cumplir. Cómo pasa el tiempo, decíamos. Con un tono de voz más bajo y ceremonioso, me dijo: «Sorina tendría ahora 25». Porque una madre a la que se le muere un hijo no puede concebir nunca su vida sin la comparación de la realidad con esa trágica ausencia.

Me dijo que Ionut volvería a Burgos este próximo puente y, en ese momento, decidí que Ionut, Sorina y sus padres se merecían esta entrada. Ojalá Ionut la lea y sonría recordando esos momentos tan felices que vivimos en el instituto durante aquellos años. Ojalá Ionut la lea y sea consciente de cuánto le apreciamos a él y cuánto echamos de menos una vida sin Sorina.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Nikita Perederii.

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