Una comadreja entra en el subsuelo de las risas más desoladoras, de los amores en tiempos de separaciones, de los momentos de miedo y esperanza sin planes

Este es el título que tenía preparado para una entrada que había escrito hace unos días y no lo voy a cambiar porque me gusta y porque (me) desconcierta.

Todo parte de un estar hasta los huevos infinito. En momentos de avalancha, de opiniones sin pausa, de redes sociales que llenan de ruido y de reacciones virulentas, necesito refugiarme.

Ahora mismo, tendría que estar interviniendo en unos foros de mis asignaturas de modalidad virtual, pero me acojo al derecho a cansarme, a dejarme llevar por lo que me apetece. Y, en momentos de saturación, me refugio en las ficciones.

Me cobijo en los mundos que adoro, en los momentos con los que tanto disfruto, en las vidas imaginadas que son reales porque las incorporo, trocito a trocito, a mi manera de concebir el mundo. Y, a diferencia del ruido sin más, estas me aportan paz y desasosiego y tristeza y esperanza en dosis medicinales que me enseñan siempre sin darme lecciones.

Podría hablar de los libros que acabo de leer y el que estoy leyendo, pero no voy a decir que estoy acabando Fran Kiss Stein, de Jeanette Winterson, que juega con la creación de ese monstruo y trata de su creación en el siglo XIX y las maneras de aproximarlo a nuestro momento.

No voy a hacer enumeraciones ni análisis ni nada de nada. Solo voy a decir que me he enamorado en la guerra fría del blanco y negro y el formato cuatro tercios de Cold War. Que he visto el miedo al futuro en Los días que vendrán. Que, en El cuento de las comadrejas, he distinguido a los que saben de la vida y a los que no saben, a los que cazan y a los que son cazados por el humor, por la experiencia, por tener más secretos que nadie. Me he reído y me he sobrecogido con Jojo Rabbit. ¿Qué majadero puede pensar que trata el problema de nazis y de los judíos con poco respeto? Roman Griffin Davis se merece un monumento (mucho más que mi adorada Scarlett) y la película, en general me devuelve esas ganas de pensar en cosas difíciles de manera muy simple. He visto Parasite. Me he pasado la película en pleno debate de ping-pong: se-lo-merece-no-se-lo-merece-se-lo-merece-no-se-lo-merece-se-lo-merece-no-se-lo-merece-se-lo-merece. Todavía no tengo un juicio claro, pero sé que, cuando le he dado tantas vueltas a una ficción, suele merecérselo.

Sobre todo, porque pienso en el momento del plan que nunca falla, que consiste exactamente en no tener un plan. Porque la vida no funciona por modelos establecidos previamente. Porque el futuro está basado en la máxima más sabia: «Si no tienes un plan, nada puede salir mal». Lo que significa que la esperanza es ir ajustándote a una realidad de la que no escapas.

Y he acabado, claro, con la risa. La risa que no ríe, la gracia que no existe, el ser humano descompuesto en maquillaje, en colores y en formas que, en el fondo, son tan serias que asustan. Porque la vida del Joker asusta. Entre otras cosas, porque la vida, cuando te la han servido en la bandeja de la precariedad, de la maldad y de la ruindad, sale mal siempre. Y luego hay imbéciles que piensan que nuestras miserias más recónditas son ejemplos para la revuelta, para el descontento en masa.

Me gustan las ficciones que me cuentan, que desgranan y explican lo que siento ahora, cuando tendría que estar escribiendo mensajes en los foros. Cuando tendría que estar en un sinvivir, que me aleja demasiado de mis fantasmas.

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