Viaje alrededor de mi casa #2

Hoy he podido escapar. He respirado hondo, he abierto a machetazos brozas y brozas de vegetación y, detrás, he encontrado una puerta. Estaba cerrada con llave, maldita sea. Me he acordado de un mensaje que recibí hace tiempo, cuando tenía teléfono móvil antes de quedarme en la indigencia tecnológica. «Las vasijas no sirven solo para guardar el vino». Recordé eso, que hace unos meses, en unos enseres encontrados junto a mi recibidor (un amigo pedante lo llamaría hall), había un cuenco de barro en el que alguien había realizado unos dibujos geométricos parecidos a cruces gamadas. Allí había una llave solitaria, que nunca supe para que servía.

Di media vuelta, recorrí de nuevo todo el camino. Me llevó casi medio día regresar con el preciado trofeo en la mano. Giré la cerradura, que parecía casi inutilizada. Pero insistí, puse toda mi fuerza en el giro y se escuchó la música mágica que hace «clic» y con la que comienza todo.

Me había puesto ropa cómoda para la excursión. El pantalón corto y la camiseta sin mangas me provocaron muchas rozaduras y heridas, pero no me importo. Me esperaba una montaña escalonada. Era muy corta, pero suficiente.

Comencé el ascenso y, demasiado pronto, llegué a la cima, tras la que una niebla persistente me impedía ver más allá. Cansado de no cansarme, volví a bajar por la ladera y, a partir de entonces, fui emprendiendo subidas y bajadas de las maneras más estrambóticas. Saltando con dos pies, haciendo sentadillas, alargando cada pie con pasos ascendentes y largos, a pasitos cortos y veloces. Lo que al principio era pura rutina, al cabo de poco tiempo, me hizo sudar. La niebla se fue atemperando y empecé a ver una luz parecida a esas que un alcalde de cierta ciudad recóndita en el noroeste llamaba «leds», pero no eran millones. Eran cuatro.

Después de llegar y llegar y llegar y llegar, vi que no avanzaba. Estuve a punto de lanzarme al precipicio, como intentó una vez Robinson Crusoe, pero un exceso de prudencia me hizo volver. La puerta estaba entornada. Cogí la llave que había dejado en el bolsillo interior del pantalón corto. Y me volví a encerrar, como si fuera estuviese un enemigo al que no supe identificar. Todavía.

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