
Raquel cierra los ojos y entra en un tobogán negro. La oscuridad no procede ni de la noche ni del hecho evidente de tener los párpados como barrera de la vigilia. Es una oscuridad ondulante, profunda y que se desplaza. Raquel se pone boca arriba en la cama y tuerce una pierna, en un gesto ingenuo con el que piensa que puede cambiar esa caída por el laberinto. Afortunadamente, hay un momento en el que la consciencia le concede una tregua y Raquel, por fin, duerme.
Raquel lleva unos años luchando contra sí misma: esas respiraciones frecuentes que se van convirtiendo en agobios, esa congoja en el pecho que revienta por salir, esa cabeza que parece explotar en mil pedazos de melancolía. Raquel, en muchas ocasiones, se siente en un mundo que no es el de nadie, ni siquiera el suyo: un mundo desafortunado, sin principios claros y con fines difusos. Sabe Raquel que es un mundo difícil de comunicar y todavía más difícil de comprender. Por muchas veces que lo haya intentado expresar con palabras, está segura de que no es capaz de transmitir todo ese pozo sin brocal.
Raquel lleva unas semanas en las que la tarde se va comiendo sus pensamientos, y tiene que escuchar música a todo volumen, leer algo con lo que identificarse o ver una película que la congracie con ese orden universal que, en algún punto recóndito del pasado, desapareció. Por más que siente y comunica que ese momento llega, y que necesita un espacio y tiempo fuera de los espacios y los tiempos, no hay manera humana (sobrehumana no sabe todavía) de que el aviso llegue a buen puerto.
Raquel necesita que la cabeza no se llene de gominolas negras, precisa de momentos que sean remansos, intenta esquivar cualquier sobresalto. Pero todo está por encima de Raquel, que sabe que nadie le dicta órdenes a la maraña.
Cuando, por enésima vez, Raquel ve ese muro, se siente pequeña, vulnerable, permeable por todos sus poros. Y solo tiene una certeza: que, una noche más, su película será un fundido en negro en ese parque de atracciones de otoño. Y seguirá resbalando en cuerpo y mente por ese tobogán, negro como la muerte.
Entrada número 47 de la serie Fragmentos para una teoría del caos. Con imagen de Nikos Mouras.