El turista quiere llegar un poco más lejos, un poco más hondo. Y decide visitar un barrio antes considerado peligroso, nada recomendable para personas de su raza. Ahora –le han asegurado– hay trayectos turísticos que te acercan hasta lo más pintoresco del lugar, pero el turista, pese a serlo, siempre se ha negado en rotundo a ese tipo de desplazamientos en los que no ves más que lo que quieren que veas. Al turista le gusta ver las cosas con sus propios ojos. Convencionales, sí, pero no teledirigidos por nada ni por nadie.
Tanto en los días previos al viaje como cuando se encontraba ya en la ciudad, al turista le dijeron sí, claro, ahora se puede entrar en el barrio sin problemas, ves el teatro nosequé, una iglesia nosecuantos… Eso, sí, no pases de la calle número… Lo que no sabían los que le dieron tan sabios consejos es que al turista no se le pueden barreras, límites.
El turista sale de la boca de metro en la calle en la que comienza todo. Pese a no ser territorio «peligroso», no se encuentra con nadie de los de su especie. En todo caso, visitantes ocasionales, pero ninguna tropa furibunda, ningún viajero perdido. Lo único que ve es a tres personas negras cercanas a los setenta bailando algo parecido al break, pero utilizando un bastón. El turista no se detiene mucho y, para llevar la contraria a todos, va subiendo calles y calles hasta llegar al límite, a la frontera. Mira hacia delante y cruza sin ningún tipo de inquietud. Lo primero que contempla es un cambio de fisionomía no en las calles, que no tienen nada de extraño, pero sí se distinguen en los comercios, en el tipo de negocios, en algún grafiti y, sobre todo, en el volumen de comerciantes y personas que charlan a la puerta de sus tiendas. Un poco más allá, el turista se desvía de la calle principal y comienza algo que no es ninguna aventura, sino un proceso de conocimiento. Ninguna mala cara. Ni una mirada aviesa. Lo único fuera de lo normal es una coincidencia extraña y apacible: en dos lugares distintos, en dos calles diferentes, dos ancianas negras se acercan a él amablemente, atraídas por el contraste de un rostro sin duda ajeno. Se paran amablemente y le preguntas de forma dulce de dónde procede. Mantienen unos pocos minutos la conversación. Y ambas, casi con las mismas palabras, le desean al turista que un buen día. El turista ya lo sabía, pero ahora lo confirma. No es buena cosa establecer prejuicios ni en las fronteras y las calles. Corres el peligro de encontrarte con dos ancianas encantadoras que te enseñen el lado amable de la vida.
(La imagen pertenece a mi galería de Flickr.)