
Hace ya unos días (los suficientes para madurar todo lo ocurrido), no lo conseguí. No lo considero un fracaso, aunque no he sido benévolo conmigo mismo. Hubiese sido un fracaso (claro) si lo hubiese intentado de manera irracional. Hubiese sido un fracaso si no me hubiese tirado a la piscina. Hubiese sido un fracaso si no me hubiese llevado unas cuantas lecciones de ese momento. Pero hay tantas cosas que he aprendido antes y hay tanto para pensar después (en el momento, en ese justo momento, no da tiempo para pensar), que ha merecido la pena.
Aunque parezca mentira, no conseguirlo ha sido algo decisivo para mí. Aunque no nos engañemos: es infinitamente mejor conseguir aquello que pretendes que no hacerlo. No es una excusa, no es una justificación barata, no es nada comparable a lo que antes hubiese podido sentir.
Estuve cerca de veinte semanas entrenando, luchando, pegándome contra un medio adverso para intentar estar deslizándome por el agua con el estilo de natación más complicado. El más técnico. El más exigente. Aquel que intentan afrontar los mejor preparados, los más valientes o los más imbéciles. Intentando haber sido lo primero sin éxito, tampoco me considero lo último. Lo de valiente ya va por barrios. Para algunos, meritorio; para otros, valiente; para muchos, temerario.
En mi vida deportiva (que ya va siendo larga), nunca me había planteado un reto y no había conseguido superarlo. Y tenía que llegar. Después, estuve afectado, reflexivo. Me fui a los vestuarios a estar un rato solo, en silencio. Sin llorar ni lamentarme, pero intentando quererme un poco. Mandé un audio. Y, después de unos pocos minutos, sin ser, desde luego, la persona más feliz del mundo, sonreí. En dos dimensiones: primero, me reí un poco de mí mismo y de esa arrogancia que llevo más por fuera que por dentro; en segundo lugar, la comisura de los labios hizo un arco de alegría por haber tomado una decisión inicial (la de proponérmelo), una decisión intermedia (la de pedir ayuda a la mejor persona, a la más extraordinaria desde el punto personal, a la más cualificada desde el punto de vista deportivo), un desarrollo en el tiempo (meterte en el agua: sentir el agotamiento, la cabeza bloqueada, el notarte sin manera humana de recuperar un aire necesario para el siguiente impulso; y, a la vez, una sensación beatífica de notar que puedes hacer del agua un elemento más cálido, más amable).
Juro que no es fácil intentarlo. Tampoco es fácil que lo comprendan. Pero procedía de una necesidad personal, casi terapéutica. Existía una posibilidad de conseguirlo y cuarenta de no hacerlo. Y yo necesitaba decidirlo, pese a todos los riesgos.
Creo que no he decepcionado a nadie. Ni siquiera me he hecho daño a mí mismo.
¿Qué me queda? Volver a proponérmelo de nuevo. Aumentar con humildad las posibilidades. Mejorar la técnica, mejorar la resistencia al esfuerzo. Creo que la cabeza la voy a tener igual de dura que antes, sin que la constancia y la perseverancia sean sinónimos de obcecación delirante. Seguiré (espero) con la mejor ayuda.
Y quizá (solo quizá) el próximo año escriba unas líneas en este lugar que se titule «Lo conseguí». No me planteo la posibilidad de que no ocurra porque no se puede decir que lo voy a intentar, porque intentar es un verbo peligroso. Después de dedicarme deportivamente a muchas otras cosas que me gustan en el agua y fuera de ella, intentaré ser un poco mejor. Eso nunca le viene mal a nadie.