Hay artes para todos los momentos y momentos para todas las artes. Momentos para el bailoteo ligero, momentos para la canción desenfadada, momentos para la lectura ávida de sucesos, momentos para el teatro de risa por la risa, momentos para la rima fácil y para la lágrima más.
Las artes surgen para muchas cosas, todas legítimas para el que quiera legitimarlas. No hay nada mejor que sentirse identificado, retratado, dicho y musicalizado. La maravilla, sin embargo, surge cuando ves, escuchas algo que te revienta la cabeza, que está más allá de todo lo que podías esperar, muy fuera de tus horizontes, tan limitados. Que te revienta la cabeza, pero que, gracias a esa explosión, te engrana y te ensancha. Te revierte y te invierte para que nunca seas el mismo. Para que sea la brújula que te enseña a que no hay manera de guiarte por los mundos inexplorados. Para que los mundos inexplorados te descubran un sendero que permanecía oculto, a la visa de todo el mundo.
Notar lo que te hace vibrar y te vibra, lo que te hace sentir y sientes, lo que te hace no pensar y piensas. A veces, es todo complicado. Otras, lo complicado es tan sencillo que lo tienes ahí, cercanamente inalcanzable, lejanamente piel con piel.
Si es cuestión de confesar, no soy la persona idónea para dar conversaciones triviales, para dar respuestas fáciles ni, en general, para la mayor parte de las cuestiones que se refieren a la vida cotidiana. Por supuesto, no me gusta el café ni hablar por teléfono ni ver partidos de fútbol. Me aburre jugar a las cartas, no me gusta el alcohol más allá de la cerveza y odio la impostura del gin-tonic.
Me levanto muy pronto por las mañanas y, a veces, desayuno una primera tanda con un vaso de agua, un poquito de leche con chía y una pieza de fruta (solamente tomo plátano en días alternos). Aunque me ducho todos los días, no puedo evitar lavarme, peinarme, afeitarme y echarme un poquito de colonia antes de seguir con la segunda tanda, en la que como un panecillo tostado con leche y cacao… puro.
Si es cuestión de confesar demasiado de las horas y de los minutos de ejercicio, de las series y películas, de los libros cuando me dicen cosas que conozco expresadas de una manera que yo desconocía. Escucho canciones de Shakira en bucle, pero las alterno con música country, con jazz y música clásica. Y nunca me falta mi repertorio fijo de cantautores.
Tengo ciertas dificultades para moverme en el optimismo y, antes de viajar a Jauja, suelo bajarme mucho antes para pasar largas temporada en Babia. Pienso demasiado, demasiado rápido y demasiado lento. No entiendo los manuales de instrucciones ni los libros de recetas fáciles. Me río todos los días por no llorar una vez al mes y no soporto vivir en una ciudad probablemente bonita pero llena siempre de frío.
Tengo que confesar que no soy de acceso fácil, que tiendo a ser bastante aburrido y previsible, aunque los que me conocen bien saben también que tengo una tendencia determinista hacia lo imprevisible.
Para hablar de las personas, es mejor comenzar por uno mismo. Ya sabéis, porque lo vemos (y, si no, nos lo recuerdan), que todo va a peor. Que los años pasan y las ilusiones que permanecen sobreviven en rincones cada vez más pequeños. Cada día es más sospechosamente parecido a ayer, por lo que cada vez es más fácil predecir cómo va a ser mañana.
Si es cuestión de confesar, siempre he sabido que es muy fácil hablar de los demás, pero mucho más difícil hablar de uno mismo. Todo y siempre. Es inevitable.
ELLA. Jo, qué vergüenza, me podías haber dicho que tenía puesta la mascarilla del revés.
ÉL. Es que me daba cosa… Te he señalado la mascarilla un par de veces, pero no te has dado cuenta.
ELLA. Claro, lo único que me ha servido es para restregármela por toda la cara. Y, cuando me la he puesto bien, me he dado cuenta de que la apariencia era lamentable, con todo el maquillaje. Iba echa un cuadro. Que no hacía falta proclamarlo a los cuatro vientos, pero me lo dices al oído o yo qué sé.
ÉL. Pues mira, para la próxima ya lo sé. Pero el otro día me acerqué para decirte una cosa al oído cuando estábamos con estos y me dijiste que quedaba fatal, que vaya falta de educación.
ELLA. Tú hazme caso, que no quiero ir dando la nota por ahí. Que, además, no sé si entre la mascarilla, la ropa que llevaba puesta y las cosas que decía después de la tercera cerveza tostada daba una impresión de lo más chabacana.
ÉL. Sí, chabacana. Esa es la impresión que sueles dar, sí.
ELLA. No empecemos, que estas conversaciones empiezan con tus gracietas y acaban como el rosario de la aurora.
ÉL. ¿Como el rosario de la aurora?
ELLA. Sí, como el rosario de la aurora. Y otra cosa, que sepas que me sentó fatal que no quieras ver la nueva temporada de Sexo en Nueva York conmigo.
ÉL. Es que no he visto tampoco la primera. Y no me atrae mucho, ya me conoces.
ELLA. Sí, ya sé que a ti te gusta que te pongan melodramático con asesinatos en pedacitos y comeduras de coco.
ÉL. Eso es, exactamente.
ELLE. Pues que sepas que And just like that está muy bien. No sabes lo identificada que me siento.
ÉL. ¿Con unas señoras que viven en Nueva York? Yo te hacía más paseando por el paseo de El Capricho.
ELLA. No majo. Estas chicas fueron mi referente cuando tenían treinta años, que también fueron los míos.
ÉL. Pero ahora rondarán los cincuenta…
ELLA. Ese es el problema al que se enfrentan ellas, al que me enfrento yo. Y cualquiera que tenga dos dedos de frente. O sea, que tú y tus intentos de ignorar el paso del tiempo estáis excluidos.
ÉL. Ya sabía yo que me iba a caer alguna flecha envenenada. Pero no le doy tantas vueltas, no.
ELLA. O sea que prefieres no fijarte en las canas, en los músculos de la cara, que se van cayendo para abajo sin remisión. Se nos va pasando el tren y tú prefieres no darte cuenta. Siento como que vivimos en un mundo que ya no es de hoy, que es del pasado, que ya no estamos al día.
ÉL. O sea, que somos humanos.
ELLA. Mira, eso se nota también en la serie, se ven más humanas, más aterrizadas. Por lo menos, siento que han crecido conmigo. Pero me veo, como ellas, envejecida. No lo puedo aguantar.
ÉL. Pero piensa en lo que sabes ahora y no sabías ahora. En la elegancia que da el paso del tiempo.
ELLA. Por favor, pero qué tonterías dices. No hay elegancia, en todo lo que te planteas hay un autoconsuelo tonto.
ÉL. Voy a tener que ver la serie, a ver si me da por tirarme por el puente. Está visto que no tengo esos referentes, como esa devoción por Friends.
ELLA. Tienes que verla.
ÉL. Si lo he intentado, pero no hay manera.
ELLA. Pero qué tolái eres. Si Friends te iba dando un repaso, en tiempo real, de las cosas que nos pasaban. Todo lo bueno y malo de esos momentos.
ÉL. Lo bueno y lo malo, tú lo has dicho.
ELLA. Sí, lo bueno y lo malo, pero no en el momento en el que la vida no nos dice nada porque ya no le pertenecemos.
ÉL. Buffff, ahí sí que me sobrepasa todo. Pero si es una vida que te has construido tú, peldaño a peldaño. Nadie te ha obligado.
ELLA. Sí, te obliga la vida misma a seguir viviendo. Pero ya sabes, de repente me da por romper puentes y liarme la manta a la cabeza. No puedo soportar mucho más esta vida.
ÉL. ¿Esta vida o la vida más allá de los cincuenta?
ELLA. Esto. El día a día que se repite y sentir que los días se me resbalan entre los dedos.
ÉL. Si eso lo dicen todas las comedias románticas, esas que me gustan.
ELLA. ¿Y si mandamos a freír monas las series y las películas y nos vamos a tomar unas cañas?
ÉL. Mira, vamos a escuchar una canción. ELLA. No tengo muchas ganas de canciones ni de gaitas. Y mucho menos de las tuyas. ÉL. Qué va, no es de esas. Es una canción de Ana Mena. ELLA. ¿Me estás vacilando? ÉL. No, nada de vacilar. Te voy a poner un poco de música ligera. ELLA. Anda, que no la he escuchado… El otro día le hicieron una entrevista en «¡Buenos días, Javi y Mar!». Y la pusieron. No está mal. Pero Ana Mena no es tu estilo. ÉL. Bueno, hay un tiempo para cada cosa. En horas de temporal, en momentos de inquietantes silencios, en los instantes en los que necesitamos escapar del dolor, cuando parece que no hacemos más que atravesar escombros y ruinas, música ligera: palabras y notas sin mucho misterio. ELLA. Vivo momentos en los que la música tiene que ser ligerísima, que percuta en mi cabeza como una pluma suave que me haga no pensar en nada. ÉL. Marchando una de música ligera. Para que no te sientas ausente en ese pozo de preocupación. ELLA. Claro que sí. Porque sí, porque nos da por ahí. Hoy no quiero pensar más de la cuenta.
La Navidad se acerca. Parece que no, pero sí. Y estaréis pensando que es evidente, que basta con fijarse en los supermercados hace semanas, en las calles, en algunas tiendas, en casas en los que el árbol de ha adelantado a las necesidades y a las circunstancias. Pero yo suelo tener una venda en los ojos que me impide contemplar lo que ve todo el mundo. Me pongo la venda antes de la herida y continúo así mucho mucho tiempo, como si nada ocurriese. Durante días y días, camino de puntillas para que el tiempo no me (lo) note.
En los ratos libres cuando el día termino y llego al hotel, sin embargo, he descubierto una de mis grandes contradicciones. Tengo un par de películas de esas de ambiente navideño que están entre mis favoritas. Y no pienso deciros cuáles son. Felices sueños, sueños felices.
Un listado de malas personas ha de ser, necesariamente, personal e intransferible. Aunque podríamos llegar a un acuerdo para catalogar de forma universal a unas cuantas personas malas (casi todas tienen bigote), lo más frecuente es que los listados de esa categoría suelan ser individuales, aunque compartidos, puede, entre algunos familiares, amigos y allegados.
El propósito fundamental de esta entrada no es crear(me) enemigos, puesto que, a buen seguro, las personas a las que voy a calificar de «malas» me tienen también señalado a mí con la mira telescópica del francotirador, sino que mi objetivo, más bien, consiste en registrar de manera más o menos aséptica alguna reflexión y hacer público un catálogo de animadversiones justificadas.
Menos mal que esto es una reflexión a vuela pluma y no tengo que acudir a fuentes bibliográficas para definir el concepto. ¿Qué es ser una mala persona, en qué consiste y qué características tienen las personas malas? Serán respuestas que dejo al imaginario colectivo en el que, más o menos, todos solemos estar de acuerdo.
Pero vayamos al turrón, que siento ya la impaciencia de los lectores.
Tengo que decir que afirmar la maldad absoluta de una persona constituiría una necedad por mi parte. Pienso ahora en unas cuantas personas nefandas y convertirlas en malas en sí mismas las convertiría en mera caricatura. Es normal que tendamos a la brocha gorda, al trazo exagerado de los defectos en las personas que nos caen como el culo, pero hay que reconocer que, a buen seguro y con ejemplos en la mano, alguna cosa buena o alguna virtud pueden tener. Puede ser.
¿Qué personas malas conozco? Muchas. Muchísimas. Es fácil reconocerlas: me han hecho daño o me lo hacen todavía. No califico como plenamente malas a las que (me) lo provocan de forma inconsciente (aunque es bueno vitalizar el pensamiento reflexivo). Me refiero, más bien, a aquellas que se lo piensan y que, probablemente, se relamen en su maldad. O no en su maldad, de la que no son conscientes porque (quién sabe) todo el mundo piensa de sí mismo que es bueno, sino en su deseo de fastidiar al personal en general o a mí en particular.
A todo el que haya llegado hasta aquí, también le parecerá pertinente el que pueda obviar mi «malapersonidad». Es cierto. De hecho, no serán pocos los que están ávidos de estas líneas por lo mala persona que les parezco. Que uno es humano y no de piedra, por lo que arrastra no pocos pensamientos aviesos. Creo que una de las características más típicas de las malas personas es considerarse buenas frente al enemigo, siempre malo. Pero, como son sentimientos recíprocos, la maldad ronda por todas partes, por todos los frentes.
Bueno, que me enrollo. Vamos a ello. Sigamos.
Decía más arriba que conozco a muchas personas malas. Algunas me cayeron mal un tiempo y sigo en ello. Otras me cayeron mal, pero se me ha olvidado por qué. Otras, objetivamente, no me caen nada bien, pero contemplo sus acciones o sus omisiones con unos ojos más amables. En ese listado que voy a hacer público dentro de nada, no sería justo meter a todo el mundo el mismo saco. Otras tenían rasgos de malos-malísimos, pero era solo de cara a la galería. Es posible, incluso, que haya algunos que se creían malos, pero lo fueran en forma de algodón de azúcar.
He tenido que afilar el lapicero para sacar toda mi maldad (hay que ser muy malo y rencoroso para hacer una lista de personas malas), recuperar mi peor yo, regurgitarme de malos recuerdos o despertarme conscientemente de hechos actuales.
Y, puestos a ello, me doy cuenta de que he conocido nada más a una persona con la que he experimentado y deducido consecuentemente solo defectos y ninguna virtud. Era tan mala (hace muchos años que no tengo noticia de ella) que no es que fuese exclusivamente mala conmigo, sino que no vi tampoco ningún rasgo de bondad para ningún otro conviviente/sufriente.
Tuve la mala suerte de coincidir con él en un trabajo anterior, hace ya muchos años. Había prometido nombre y apellidos, pero, como en los periódicos, aunque no le concedo la presunción, le pondré las iniciales: M. D. B. Quizá tampoco se merezca mucho más.
Y ya estaría. Lo demás, es una escala de grises. Y a mí me gusta mirar hacia lo más claro.
En el famoso dicho de «Una de cal y otra de arena», nunca he llegado a saber cuál es el término positivo y cuál el negativo y, aunque podría guglearlo ahora mismo, prefiero quedarme con la duda.
La entrada de hoy iba a estar proyectada en dos polos antagónicos, como la cal y la arena. En una parte iba a sacar toda la mala leche y en otra iba a hablar de cosas delicadas.
Se ve que me voy haciendo mayor. Cada vez me da más pereza enfadarme contra el mundo. O, mejor dicho, contra algunas de las malas personas que deambulan por este mundo. Así que la cal me va a servir para enterrar los exabruptos de lengua viperina.
Y me quedo con la tristeza como estado bello en el que habitar el mundo. Resignado a disfrutar solamente de las alegrías a tiempo parcial, hay una tristeza en la que te encuentras, con la que te identificas y, al final, con la que te acostumbras a convivir.
Viene todo esto a colación de mi última lectura, la novela El baile del reloj, de Anne Tyler. Quizás no sea una novela triste, eso lo dejo para que opine cada uno. Pero a mí, como me ocurrió ya con El turista accidental, los personajes de Tyler me dejan un profundo poso de tristeza. Me ocurrió primero con ese viajero que deambulaba por el mundo para escribir guías de viajes y me ocurre ahora con Willa, un personaje en la encrucijada.
Esa manera de emprender los viajes para no quedarse, esa prosa calmada y detallada, cargada de emociones, que me sirven para escribir en el reverso de mi vida. Porque, en la vida, siempre hay una de cal y una de tristeza.
Las tardes de verano, para mí, son tardes de piscina. Tardes para nadar, para leer, para mirar, para escuchar, para palpar el césped con la planta de los pies, para no pensar, para pensar en no pensar. En el momento en el que las tardes de verano en estas latitudes se convierten en malos días de primavera o presagios de un otoño angosto, se me desbaratan los planes y la vida. Vivir un día de agosto, como mucho, a veintiún grados es una desgracia que se repite cada vez con más frecuencia. Quién tuviera una casa en otro sitio para escapar de esta ciudad.
ida y vuelta, ida y vuelta
La tarde de piscina de hoy ha sido parcial y, por lo tanto, incompleta. El entrenamiento lo ha ocupado todo. El ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta… y así cincuenta y dos veces era algo necesario, pero sin el prólogo del sol en la cara sin el colofón de un ratito de lectura y de una charla y de una cerveza, todo es más soso, más gris, más cercano a la obligación que a la bendita rutina de mis tardes de piscina.
que me han hecho temblar
Hoy he salido del agua cuando el ambiente refrescaba a golpes de viento que me han hecho temblar, que me han hecho huir desesperadamente hacia la ducha caliente, hacia la leche caliente, hacia un sol que era solo un sol de cafetería con cazadora y con pocas ganas, con mucho que decir de todo lo que no puede ser dicho.
que se debaten contra el viento
Para mí, estar una tarde de un 17 de agosto a las ocho de la tarde escribiendo en casa es un atentado contra las buenas costumbres. Mientras miro por la ventana a personas que se debaten contra el viento, pienso en lo que tendría que ser mi vida, de otro modo. Más cálida, más alegre. Con un rostro que me ilumine.
La tarde comienza con un tremendo error de cálculo: el miedo a que las calles cortadas por la meta de la Vuelta a Burgos dejasen cortadas algunas calles me han llevado a dejar aparcado el coche cerca del recinto de la piscina y volver corriendo a casa a mediodía. Por la tarde, enfundado con la camiseta y las mallas, con una gorra para protegerme de un sol de justicia, he arrastrado mis pies con muy pocas ganas. Nunca costó tanto llegar al paraíso.
buscando mi territorio
El césped de la piscina es una marca continua de territorios. Cada uno lo extiende como quiere y como puede, como si no hubiera pandemia, como si no existiesen más que ellos en el universo. Como casi todo el mundo, tengo algunos sitios preferidos, sobre todo aquellos en los que al principio hace sol pero, a medida que avanza la tarde, empieza a reinar una sombra deliciosa. Pero un par de chicas tienen extendidas unas toallas de ochocientos metros cuadrado; una pareja mayor tiene esparcidas las sillas en un sitio, las toallas en otro, las bolsas en otro; uno de los huecos posibles está cerca de un grupo que no para de hablar de cosas intranscendentes a volumen brutal. Hay sitio en otros lugares de la piscina, pero yo lo quiero en ese. Al final, tengo suerte y un ente solitario se marcha dejando el sitio perfecto.
entrenamiento suave
Con las idas y vueltas corriendo (trotando más bien), me daba pereza entrenar, pero hoy tocaba una sesión más o menos suave de 2 800 m, así que he ido con calma cuando había que ir. Para no aburrirme, pienso en mis cosas, claro. Para no aburrirme, juego y entreno la respiración. Largo respirando a derecha, largo respirando a izquierda, largo respiran cada tres. De tanto no querer aburrirme, empiezo el juego de alternar respiraciones: cada dos, cada tres, cada cuatro, cada cinco, cada seis y cada siete. Y la respiración se resiente y dejo de aburrirme. Tanto, que en la serie siguiente propongo aburrirme con algo más rutinario. Se me ha puesto a tiro alguien que nada dos calles más allá y voy a cazarle.
cambio de parcela buscando el sol con frutos secos y horchata
Salgo de la piscina y un señor ha puesto su silla tan cerca de la mía que, si estuviese en las condiciones idóneas, me hubiese dejado embarazado. Le digo algo porque no sé callarme y él me dice que lo siente. Me da tanta pena que me cambio de sitio yo, buscando un poco de sol y recuperándome con un puñado de frutos secos y pasas que degusto uno a uno, una a una, para que me duren. Y un poco de horchata.
baja el sol y el ánimo en mi corazón
El sol, que me calienta hasta reconfortarme por fuera y por dentro, va tomando esos ángulos de agosto que hacen que se oculte pronto. Vuelven las sombras y baja el ánimo en mi corazón. Hoy la tarde concluye cogiendo bastante pronto ese coche, ese que lo ha provocado todo.
Ayer empezó el día con una mezcla de tristeza, de reflexión y de encuentros. En el cementerio de Miranda de Ebro, se enterraría una urna con las cenizas de una persona muy querida de mi familia. Había muerto hace ya tiempo, pero la pandemia había evitado que esos restos de polvo enamorado reposasen en el lugar adecuado. Miré la lápida y encontré los nombres de parte de la historia familiar y me conmovió, al ver mi apellido allí escrito, ser consciente de que quedamos ya muy pocos y ni querer pensar siquiera quién puede ser el siguiente. Como siempre ocurre en los duelos, los muertos nos sirven para reconciliarnos con los que quedan, que en este caso eran personas a las que hacía muchísimos años que no veía, e incluso otras personas a las que no conocía pero que están muy próximas en la memoria de la familia.
un momento prodigioso de lectura
Casi nunca abandono de un libro (si dijera que uno de los pocos que he abandonado en varias ocasiones ha sido El señor de los anillos seguro que más de uno me guardará rencor eterno). Pienso que puede que llegue una frase sorprendente, un personaje que fascina, una recuperación prodigiosa, qué se yo. Estoy leyendo Klara y el sol, de Kazuo Ishiguro. No es que no me estuviese gustando, es que me estaba confundiendo y desconcertando porque recorre un sendero que no era esperado. Y ahí estaba yo, por la tarde, una vez asentado en la piscina, avanzando en la lectura, cuando he arribado a un pasaje maravilloso. Podía verse venir, pero yo estaba despistado en mi desasosiego. Y todo encaja en la manera que a mi me gusta que encaje las lecturas, desarmándome y revolviendo las pocas ideas que me quedan en la cabeza.
dos ímbéciles
Las tardes de piscina dan para mucho, sobre todo cuando has vuelto de un acto luctuoso, has comido pronto y quieres refugiarte del sol en una sombra fresca y amena, con el sonido de agua como telón de fondo. En el devenir de las horas, pasan conocidos con los que charlas de manera más o menos detenido, con los que compartes agradables palabras intrascendentes, saludos (cordiales casi siempre, protocolarios y circunstanciales algunos), te pones al día de las vidas o qué se yo. Fue así con unas cuantas personas y, aunque la tarde fue más o menos afortunada, tuve la mala fortuna de encontrarme con dos imbéciles. Uno me hizo una de las preguntas más tontas que he tenido ocasión de responder y otro me contó de manera pormenorizada una vida, la suya, que me interesa solo en lo superficial y no en los detalles con los que fue machacando más aún que la tarde de calor plomizo.
dos chapuzones
No fue un entrenamiento como tal porque ayer era un día en el que tocaba recuperar, así que utilicé la natación para refrescarme, para gozar del agua, para notar la respiración y convivir con ella, para saber compartir la felicidad del cuerpo para que la mente se anime.
tres cervezas
En las tardes de piscina, hay un largo momento de privacidad, salpicada de esos encuentros de los que hablaba, de baños y de lecturas. Cuando las horas avanzan, me reúno siempre con unos buenos amigos. Tres cervezas, unas patatas fritas, una buena conversación y unas risas sirvieron para finalizar.
Cenizas, nombres familiares, encuentros, lecturas que te reconcilian, imbéciles que siempre son menos que las personas a las que consideras o a las que aprecias y baños de frescor hacia fuera y hacia dentro.