Escribo esta segunda entrada sobre libros siguiendo el reto de «Siete días de libros» y lo hago subrayando que, en los días sucesivos, la elección no tiene ningún orden de preferencia.
Lo hago sobre un libro que me fascina: El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. No llegué a la historia por primera vez a través del papel, sino gracias a una reposición de la serie de RTVE dirigida por Pedro Amalio López y protagonizada por el gran Pepe Martín. Tenía 12 años, pasaba parte de los veranos en Madrid y, después de comer y esperando que llegase la hora de bajar a la piscina, me tumbaba en el suelo de la salita y quedaba totalmente absorbido por esta historia de traiciones e injusticia, de venganzas y salvaciones. Llegaron luego, casi simultáneamente aquellas versiones en viñetas de las «Joyas literarias juveniles», que adaptaban textos literarios en formato cómic, que no sirvieron nunca para disuadirme de leer los textos originales sino, antes bien, me dieron magníficas ideas para elegir las historias que me gustaban.
No recuerdo la primera vez que leí el texto original de Dumas. Tendría, probablemente, unos 15 o 16 años. Conocía bien la historia, pero quedé prendado por el ritmo vertiginoso (pese a los dos grandes tomos) que tenía el autor francés para narrarla. Mi parte preferida ha sido siempre la de la fuga del Castillo de If, esos momentos de aprendizaje y preparación que convierten a Edmundo en un auténtico sabio, casi un superhombre. La primera vez, también me gustaba mucho la parte de la venganza metódica, casi cartesiana, pero en sucesivas lecturas he acabado el libro disfrutando más de la primera parte que de la segunda, aunque me agraden mucho las dos. La segunda vez que volví al libro tendría ya unos 30 años. Había comprado una nueva edición cuando era socio del Círculo de Lectores. Abrí el libro y comencé mi relectura en sábado por la mañana y, atrapado de nuevo por la historia, no abandoné la lectura (a excepción de las necesidades vitales imperiosas) hasta que me lo acabé. Tenía miedo de que se tratase de uno de esos libros a los que se vuelve pasados los años y decepciona, pero no lo hizo de ningún modo. Antes bien, me hizo fortalecer algunas intuiciones juveniles y me encandiló con otros muchos aspectos nuevos. Volví a él hace poco, unos dos o tres años y seguí padeciendo y disfrutando de estas aventuras narradas por Dumas y sus colaboradores.
Tener esta oportunidad para hablar espontáneamente de libros me ayuda a comprender algunas cosas. Yo, que creía que tenía un poso vengativo y justiciero, creo que me dejo llevar mucho más por las historias de conocimiento y de liberación. De hecho, me gusta muchísimo el proceso que sigue Alejandro para romper con esa traición inicial y cómo salva su vida gracias a su inteligencia, a su previsión, a su preparación. Me gusta mucho más el Edmundo hombre que se enfrenta al mundo y se libera que el Edmundo-dios que quiere restablecer y compensar un mundo con pesos y balanzas que ya no tienen mucho sentido más que el poético.
Para este segundo libro del reto, he elegido la historia del conde Montecristo, pero he estado a punto de cambiarla varias veces dudando entre dos libros, así que haré referencia a ellos. Son los dos también libros de aventuras. Se trata de El prisionero de Zenda, de Anthony Hope, y de Scaramouche, de Rafael Sabatini. Me doy cuenta de que, como en el caso anterior, son historias vividas antes en las pantallas que en los libros. Otro denominador común entre ambas es que, en esas películas, el protagonista es Stewart Granger, un actor que siempre me ha fascinado y al que tengo que dedicar una entrada un día de estos, porque su nombre me remite también a otro gran libro, Las minas del rey Salomón y a una historia de contrabandistas, Moonfleet, que es una de mis películas preferidas.
¿Qué decir de El prisionero de Zenda? El que no haya leído esta novela, haría muy bien en abandonar la lectura de este mísero blog y empaparse de una historia que figura en torno a la figura del doble, de ese haz y envés de nosotros mismos en los que se refleja lo mejor y lo peor. Gracias a él y a las circunstancias, vivimos lo que no queremos, anhelamos lo que nunca pudimos alcanzar y adquirimos un sentido del deber que nos es ajeno, aunque nuestra vida esté constantemente en peligro.
Y, con Scaramouche, pasa lo mismo. En este caso, es muy aconsejable leer el libro y ver la película (o viceversa) para apreciar las diferencias entre ambos. Tenemos aquí, también, una historia de venganza, de nobles y lacayos, de huidas y teatro… y de cómo entre peleas de espadas uno se enfrenta a algo más que a su enemigo.