Un país entre brasas y escombros

Ahora estamos de capa caída, ya lo sabemos. No me extraña que nosotros ciudadanos de a pie, no lo supiéramos, ya que nadie nos lo dijo: se nos procuraron los medios para vivir por encima de nuestras posibilidades y nos invitaron a meternos en la espiral del gasto frenético.

Creímos pertenecer, durante unos cuantos años, al cogollito del mundo que tenía la sartén por el mango y lo hicimos inflándonos de infrastructuras, construyendo aeropuertos, asfaltando mil veces lo ya asfaltado y poniendo, un raíl detrás de otro, muchos cientos de kilómetros de líneas ferroviarias de alta velocidad. En el lado negativo, a muchos les dio por manejar más el prestigio político que la cabeza, por dejar bonito lo que ya estaba y olvidarse de los asfaltos no tan populares ni electorales para esconderlos debajo de la alfombra, por ignorar los bellos trenes en los que se hablaba y se viajaba por precios razonables. La política, la economía, los negocios, se empezaron a erigir sobre papeles, panfletos y revistas, siempre carísimos, siempre gratuitos. Mientras, nunca se pensó con la prudencia. Más que en educación, se invirtió en la periferia: se regalaban libros de texto a los que no los necesitaban (asegurándose, mientras tanto, de que las editoriales se enriquecieran al ritmo de los cambios legislativos) y, a cambio, se permitía (y se permite) a centros presuntamente concertados que cobrasen (cobren) cuotas discriminatorias e ilegales. Se empezó a repartir a diestro y siniestro, empezando siempre por el que más tiene. Los altos cargos, embebecidos con complementos millonarios para sus jubilaciones, siempre proclives al regalito caro, a la cesta navideña abundante a cambio de favores. Se instaló una cultura discriminatoria en la que chorreaban diplomados de ciertas carreras que, durante décadas, fueron los dueños del mundo, desde el litoral hasta la sierra, desde el centro hasta la periferia. Se construyó una sociedad pretendidamente moderna anclada en la estructura atávica de siempre, en la que se simulaba un igualitarismo basado más en el gasto que en el ingreso.

Ahora, llega el momento de empezar a pensar desde el recorte drástico: se van cercenando los subsidios, se recorta en los servicios básicos (esos que los que mandaron, los que mandan y los que mandarán siempre podrán pagar). Se volverá a los días de posguerra, en los que los escolares permanecían con el abrigo en el aula. Se propone pagar por algunos servicios sanitarios (los miopes siempre hemos tenido en España la esquizofrénica necesidad de pagarnos las gafas) sin pensar que unos se los pueden pagar siempre mejor que otros (y «otros» acudirán a servicios de pago e intentarán ahorrarse los duros luego haciendo el gasto duro en la sanidad que pagamos todos).

Después de todo, siempre habrá quien diga que se acabaron las ideologías, que todos son lo mismo. Que da igual lo que sea, porque siempre decidirán otros (esos «otros» eran, no lo olvidemos, los que antes consideramos nuestros amigos: aquellos con los que el líder de turno pensó como sus iguales). Y yo digo que no, que la ideología es, ahora más que nunca, imprescindible. Que no deberíamos permitir que los platos rotos los paguen los de siempre. Que no se pueden pedir muchos esfuerzos al que ya, de por sí, tiene poco. Que no se puede consentir que paguen justos por pecadores.

Ahora, ya lo sabemos, todos estamos de capa caída, con el país arruinado, entre brasas y escombros. Y, si nadie lo remedia, la historia de España en el primer tercio de este siglo será una película que vuelva al estilo neorrealista italiano y la veremos en nuestra casa en una magnífica y enorme pantalla plana.

Imagen de «Plebeian regime».

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