Historias de alumnos: el chico que quemó una corbata en el despacho del director

En la enseñanza, no todos los alumnos son unos santos ni todo va sobre ruedas. Tendremos ocasión de comprobarlo unas cuantas veces a lo largo de esta serie. Pero la historia del chico que quemó una corbata en el despacho del director es digna de aparecer en primer lugar.

El centro de enseñanza secundaria en el que di clase era un lugar modesto, ubicado en un barrio modesto, lleno de personas normales. Digo todo esto con estas palabras, precisas, para diferenciarlo de centros que no están ubicados en un barrio modesto y que no están llenos de personas normales, sino de personas… Que lo diferencio de los colegios pijos, vaya. Por lo tanto, era un centro al que acudían todo tipo de alumnos y en el que la Dirección Provincial de Educación podía ubicar y trasladar a alumnos de la índole más variada… incluida la de los alumnos expulsados de otros sitios.

Y así es como llegó Alonso. Antes de que estuviese en clase, en una reunión nos adelantaron la noticia: entraría en nuestras aulas un chico al que habían expulsado del centro X. Es preciso hacer notar que los cambios de centro no eran frecuentes y, por lo tanto, uno tenía que haber hecho algo muy gordo para contar con el «honor» de una deportación. En la sala de profesores se especulada y cuchicheaba, se aventuraban mil y una razones, todas ellas inventadas. El día en el que el chico se incorporaba a la clase a mí no me tocó con ese grupo. Los profesores entraban cautelosos, llenos de miedo a que saltase la fiera, que el tipo sacase un fusil de asalto o que les plantase cara. Había división de opiniones en torno a su actitud, pero había un denominador común: todos utilizaron la palabra «extraño».

Al día siguiente, me tocó a mí. Lo primero que vi es un chico encantado con la situación y feliz por ser el protagonista, la cara nueva por una causa excepcional. Jugaba con el misterio, la risa abierta y demasiado ruidosa, con el descaro. Yo siempre he sido un tipo irresponsable y tendré ocasión de contar cómo, algunas veces, me llegué a buscar la ruina. No estaba dispuesto a tolerar la más mínima chorrada ni el más mínimo protagonismo, aunque el chico hubiese matado a medio colegio en su vida pasada. Me sorprendió que, al primer toque de atención, Alonso respondiera de una forma más que correcta. No sé si fue muy cara de mala leche, el que no estuviera acostumbrado a que le llevaran la contraria o las dos cosas a la vez, pero el chaval (estábamos en 4.º de la ESO y creo recordar que yo les daba Cultura Clásica) se comportó.

Pasados unos minutos, como además de ser irresponsable soy un bocazas, le pregunté oye tú qué has hecho para que te echen de un colegio. Alonso, muerto de risa, me dijo nada, que quemé la corbata en el despacho del director. Ah, qué bien, dije yo, estupendo, ¿y eso por qué? Porque me molestaba, dijo él, y porque el director me tenía harto. Sus compañeros no salían de su asombro ni yo del mío, claro. La conversación acabó ahí para no dar más carrete al chaval. Y porque, aunque yo no llevo corbata, no quería ver mi limpísima y coloreada camisa en llamas.

Los días, las semanas y las clases fueron pasando y nunca vi en Alonso nada espacial. Descubrí que esa risa abierta y demasiado ruidosa no era intencionada ni para molestar. También comprobé que era un alumno con cierta preparación y dispuesto a trabajar si se le motivaba. Y, por último, que respondía bien cuando se le reconvenía. Después de pensarlo mucho, creo que Alonso no era un chico que conviviese bien con una disciplina férrea y preestablecida de colegio de uniforme, pero sí con normas de procedentes del sentido común y de la buena educación. En ningún caso le disculpo la actitud que tuvo en el pasado, pero creo que Alonso y yo nos entendimos. Entre risa y sonrisa, vi que el chico avanzaba y llegó a ser un alumno… normal, que es de lo que se trataba y al que le encantaba hacer sus primeros pinitos con el Latín y no veía con malos ojos las costumbres de los romanos.

Ahí empezó una larguísima saga familiar (pertenecía a una familia más que numerosa) en la que temí muchísimo más a la siguiente, que pasaba por mosquita muerta y era de cuidado bajo su bondad y su servilismo. A ella no le dedicaré una entrada.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Adrian Tombu.

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