Historias de alumnos: el chico que repitió curso por arrogante

Cuento en estas historias muchas cosas positivas, que me hacen recordar con sonrisas esos momentos buenos de una profesión como la mía, pero, como os podéis imaginar, también ha habido otros muchos casos en los que he vivido momentos desagradables, aunque dignos de ser narrados por otros motivos.

Y en eso consiste, precisamente, el relato de hoy. Era mi primer año como profesor. Como voy repitiendo insistentemente que di clase de Educación Física y siempre añado que tendré que contar por qué, lo hago hoy y así me quito el peso de encima y a vosotros la posible intriga. Como tengo ya unos añitos, hay que especificar que todavía no habían salido promociones de licenciados en Educación Física en otras facultades de España que no fueran las de INEF de Madrid y Barcelona. Muy pronto empezarían a surgir las licenciaturas de Ciencias de Actividad Física y del Deporte, pero la primera promoción de León (por ejemplo) no había terminado todavía.

Yo, con el título reciente de Filología Hispánica, estaba matriculado en los cursos de doctorado de la Universidad de Valladolid y andaba también con los primeros acordes de mi tesina. Me llamaron un día de un centro, del que fui alumno durante cuatro años y con historias derivadas que será preciso extender en algún momento, para decirme que fuese a hablar con el director. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me comentaron que había un puesto disponible de Educación Física. La profesora (que luego fue compañera mía en la entonces Facultad de Humanidades y Educación) quería dedicarse a tiempo completo a la docencia universitaria y había una plaza vacante. Fue inevitable, como es obvio, preguntar por qué no escogían a un licenciado de INEF. La cosa era simple: no había suficientes licenciados para cubrir todos los puestos de trabajo y los candidatos que solían presentar el currículum, monitores de diferentes deportes, no cumplían con el requisito de ser licenciados. El Colegio de Licenciados en Educación Física, para solucionar el problema de manera provisional, proponía conceder la habilitación excepcional a los licenciados que hubiesen sido entrenadores o monitores y/o que hubiesen realizado algún deporte en ligas o competiciones de cierta relevancia. No es que el criterio fuese para echar cohetes, pero a mí, ciertamente, me benefició porque cumplía todos los requisitos (había sido entrenador de baloncesto de varios equipos y jugué varios años al baloncesto en la que era 3.ª división y que correspondería, aunque las cosas han cambiado mucho, a la liga EBA).

No tardé mucho en decir que sí. Por un lado, la actividad física era un campo que me apasionaba (incluso un tiempo llegué a plantearme estudiar INEF y ayudé durante un verano a preparar las pruebas a un amigo) y, por otro, el horario me permitía desplazarme a Valladolid por la tarde para realizar el doctorado. Además, las perrillas que ganaría podrían venirme muy bien para costearme los estudios. Esta decisión fue muy bien acogida por mi familia y por mis amigos, pero causó otro tipo de reacciones entre algunos conocidos. Todavía recuerdo a un compañero de carrera que me dijo que si también me iban a mandar poner la calefacción o me ofrecerían quizás el puesto de conserje. Eran tiempos en los que a la Educación Física muchos la concebían simplemente como Gimnasia (o, mejor «ginasia») y la consideraban algo menor. Esa visión, que quizás algunos mantengan hoy, era algo que yo no podía concebir. Siempre me he sentido más que orgulloso de esa etapa de mi vida, llena de retos y aprendizajes.

Una vez hecha esta extensa reflexión y justificación, voy al asunto de hoy. Como os podéis imaginar, llegaba yo a la enseñanza lleno de juventud, inexperiencia y con muchos más nervios que seguridades. Todas esas cosas, para bien o para mal, se quitan con el tiempo, pero me tocó una clase de 3.º de BUP (el actual 1.º de bachillerato) que me trajo por la calle de la amargura. Muchos de los alumnos estaban siempre dispuestos a hacer las cosas difíciles al novato y llegaba yo a casa, tras las primeras semanas de clase, triste y decepcionado. De todos los alumnos complicadillos, Braulio se llevaba la palma. Era impertinente, maleducado, arisco, con ademanes chulescos y en posesión de todas las armas para que un profesor novato se sintiese desamparado. Yo siempre intenté no perder la calma y creo que lo conseguí en todo momento. Tampoco le falté al respeto nunca. Un día, dejó de venir a clase. Había aportado para las primeras ocasiones un justificante (que luego comprobamos que era falso) y luego optó por no aparecer por allí. El tutor conocía el caso y, como no me dijo nada más, yo respiré aliviado y la clase funcionó mucho mejor sin él.

La sorpresa mayúscula llegó en la evaluación final. Resulta que el tío se había presentado a todos los exámenes del resto de asignaturas. En la sala de profesores, se fueron cantando las notas. Todas aprobadas, menos Matemáticas y (creo) Latín. Llegó mi turno. «¿Educación Física?», preguntó el tutor. Mantuve un silencio de varios segundos y la vista de mis compañeros se enfocó en mí de una manera obsesiva. Se podía pasar de curso solamente con dos asignaturas suspensas, por lo que una calificación negativa en la mía significaba la repetición inmediata. Respiré y dije: «Muy deficiente». Aunque pueda parecer inconcebible, se encendieron todas las alarmas y algunos me dijeron que me replantease la nota. Yo les contesté que cómo me iba a replantear el caso de alguien que ni había realizado ninguna prueba intermedia ni se había presentado a las pruebas finales. Que le aprobasen otros, si querían.

La discusión fue acalorada y, pese a las implicaciones que tenía para el alumno, creo que Braulio se merecía un muy deficiente con todas las letras. Y, con las miradas atravesadas de algunos, superé ese trago con la sensación de haber cumplido mi deber, pero también con la desazón de constatar que esa persona, por deleznable e irresponsable que me pareciese, era, al fin y al cabo, un chaval petulante que iba a tener que pasar otro año de su vida en 3.º de BUP. Pero él mismo se había cerrado una salida y tenía que apechugar con su actitud y sus decisiones.

Al año siguiente, volvió a estar, naturalmente, en clase. La chulería de Braulio, al parecer, estaba en el código genético del chico y no desapareció, pero fue amainando. Ahora la mezclaba con una sonrisa que quería parecer simpática y con unos ademanes que, a mi parecer, eran tan serviles que evidenciaban un peloteo estridente.

Pero a Braulio, desde luego, no se le volvió a pasar por la cabeza faltar a clase de Educación Física. Todavía le recuerdo realizar todas las actividades propuestas con evidente ahínco. Al año siguiente, fue mi alumno de Historia de la Filosofía (COU-2.º de BACH). Y hay cosas que decir sobre ello, pero hoy ya me he alargado suficiente.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Yann Le Couviour.



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