Me doy cuenta de que esta serie va tejiendo una tela de araña en la que las historias van entrelazándose, organizadas en un tejido en el que una cosa lleva a la otra, una persona a la de más allá. Aunque yo no lo pretendía, van adquiriendo un orden causal en el que un hecho hace que salte una chispa, una persona hace que se piense en la siguiente, la mirada de una persona evoca la de otra. En este caso, el espacio me ha puesto delante de los ojos a la chica hikikomori.
Antes que nada, quizás sea bueno recordar que los hikikomoris son personas que abandonan todo trato social para permanecer recluidas en su casa. En un estado de aislamiento casi total, debido a su inseguridad, cade vez mantienen menos relaciones con las personas, se vuelven tímidos y, en un estado de retroalimentación que toma la forma de pescadilla que se muerde la cola, suelen ser objeto de burlas en los colegios, lo que les empuja más y más a la reclusión. Su único contacto con el mundo exterior son las pantallas del ordenador y de la televisión.
Se llamaba Julia. Me he acordado de ella porque se sentaba en la misma clase y en el mismo sitio en el que años antes, se había sentado uno de los alumnos de esta historia. Si ya viene a ser un tópico hablar de sonrisas, la de Julia era sospechosamente hierática, un tipo de risa permanente que no devolvía al que la veía la sensación de que existiese una felicidad detrás. Permanecía muy recta en la silla y su mirada rara vez estaba centrada en las cosas de este mundo. Cuando pasabas cerca de su pupitre, descubrías que dibujaba manga de forma casi compulsiva. Estaba obsesionada por todo lo que tenía que ver con Japón: series de dibujos en televisión, juegos de ordenador, cómics… Nuestro mundo, en definitiva, no era el suyo y los pensamientos de Julia estaban a más de diez mil kilómetros de distancia.
Intentar rescatar a Julia para devolverla a la clase se convirtió para mí en una causa perdida. Lo más que conseguí es que hiciese los ejercicios de Lengua de forma mecánica, que me respondiese siempre con una calma nerviosa pero educada que venía a significar un pero déjame en paz y déjame volver a mi ensimismamiento. Le preguntabas y dibujaba. Le preguntabas y levantaba la cabeza, la bajaba y dibujaba. Le preguntabas, esbozaba su sonrisa mecánica, levantaba la cabeza, la bajaba y dibujaba.
En una época en la que no había conexiones de banda ancha en las casas y se accedía a internet a través del teléfono, Julia se pasaba todo el tiempo que podía en su casa jugando con el ordenador y conectada a internet. No quiero ni imaginar la factura de teléfonos que pagaba su madre. Incluso en los dos recreos de la mañana, que duraban 20 minutos, Julia, se iba a su casa (vivía justo enfrente del instituto, a menos de veinte metros) y se encerraba en su habitación para disfrutar con su enajenada obsesión por el ordenador. Luego volvía a clase (en este sentido, hay que decir que su reclusión nunca fue total, puesto que jamás faltaba a su cita con las aulas) soportando esos intervalos de tiempo interminable hasta que llegaba la hora de volver a su casa, dibujar y jugar, jugar y dibujar.
No se le conocían amigos. Yo no era su tutor, pero, al parecer, su madre no reaccionaba (las circunstancias vitales de la familia no parecían ser las mejores). Y no tengo más recuerdo de Julia que el vivir presa de su tímida, persistente y destructora obsesión.
Como habéis podido comprobar, esta historia ha sido corta. Nunca supe más cosas de Julia. Nunca, obviamente, me la encontré por la calle. Nunca supe si consiguió superar sus problemas, si un día consiguió salir a la calle, coger todo el aire posible en los pulmones, con el sol en el rostro, y liberar su sonrisa de todas las soledades. Y no sabré nunca si mandó Japón a la mierda para vivir —de verdad— consigo misma, junto a otros.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Pimthida.