El bombero pirómano y otra historia desazonadora

Esta historia son dos. La primera la he titulado «El bombero pirómano». Pensaba llamarla «Poner la venda antes de la herida», pero vendar parece un acto preventivo que no se ajusta en absoluto a lo que quiero decir, si es que quiero decir algo. Tampoco «El bombero pirómano» es un título adecuado: poner bombero antes que pirómano supone una relación que no se responde a la causa-efecto que quisiera detallar, o no detallar, sino mencionar, o no mencionar, sino aludir, quizás callar. La historia —esta— que trato en este largo principio. Un bombero pirómano sería eso, un bombero que va pegando fuego, estando antes su profesión y luego, después, su ¿afición? ¿devoción? Ni siquiera sé si es lo mismo hablar de incendiario y de pirómano, casi seguro que no. Pero yo me refiero aquí al caso contrario, al pirómano bombero, ese curioso ser, persona, ¿ente?. Un tipo de esos que nos descubren los informativos en las tardes de verano. Primero, la noticia trágica, triste, sobrecogedora. Llamas por todas partes, humo irrespirable a tutiplén, fuego incontrolado e incontrolable, noches de angustia que se extienden, a veces, durante días. Luego, la narración de acciones de personas valientes, armadas de azadas, palas, cubos, mangueras, qué se yo, brigadas de voluntarios que se interponen entre el fuego y la existencia de bosques que se queman, de personas que lo están perdiendo todo, su vida en cenizas. Finalmente, el desenlace, que no es el de la extinción, que siempre llega, siempre tarde: el remate alambicado en el que descubrimos que el que ayudaba a controlar el fuego es el que lo provocó.

La historia de un incendio, que invita a la épica, se trastoca en otra cosa cuando se convierte en esa historia, la del bombero pirómano (pirómano bombero), que no podemos entender. ¿Para qué prender y luego apagar? ¿Una pulsión enfermiza? ¿Un deseo de poder en la malicia con cerilla y acelerantes, ojos fijos en un punto y sonrisa ladeada? Como quien investiga cualquier crimen, lo única manera de conocer el origen de los incendios provocados, de todo en la vida, es acudir al punto de inicio, descubrir el origen y cómo se produjo todo. Entonces, empezamos a verlo claro, siempre hay indicios: una pastilla, un recipiente que albergó la sustancia, la puta cerilla y el papel, que queda siempre, aunque, carbonizado, pese a que no se pueda leer en él esa lista de la compra para un fin de semana en el campo agreste.

La historia se acaba aquí porque no puede seguir de otra manera, no la sabría yo continuar sin poner nombres y apellidos a la magnitud de la catástrofe. Pero no se han quemado tantas hectáreas. No ha sido necesario mucho más ni mucho menos ni nada. Todo olía, desde el mismo principio, a chamusquina.

La segunda historia no tiene título, pero sí adjetivo, que también complementa a la primera, a la del bombero, a la del pirómano: desazonadora, que es una palabra que me ha salido así aunque quería poner otras. Pero esta va bien, sí, le quita el sabor a las cosas de la vida, disgusta un poco, enfada una pizca. Va bien desazonadora, sí. No tiene nada que ver con la otra, no funciona aquí la causa y el efecto del que hemos hablado antes. Esta se refiere al tiempo, se registra aquí porque, sin tener ningún protagonista común, empezó antes del incendio y la he visto dibujar su silueta justo después, a punto de ser atropellado —qué exageración— por un vehículo de dos ruedas mientras yo corría. A la vida le quita un poco el gusto cuando haces algo porque crees que tienes que hacerlo. Mientras a ti te aporta solo la satisfacción de haber colaborado en algo, a otra persona le supone un cambio, seguro que para bien, en una vida (laboral) que necesitaba un impulso. La cosa, aquí, no tuvo desenlace porque no ha habido la ocasión de escuchar, leer quizás, una palabra mágica: gracias.

Y así acaban las historia de hoy. La primera, con la imagen bella del fuego y la imagen fea de la traición. La segunda, con la sensación de ir esquivando la vida para que no te encuentres con ella en todo su esplendor. Faltaría la moraleja, pero os confieso una cosa: siempre he odiado con todas mis fuerzas a Esopo, a Iriarte, a Samaniego. Más, incluso, que a todos los seres angelicales que nos salvan de las llamas. Más, incluso, que todos los que se callan una palabra posible, a veces conveniente, a veces necesaria. Aunque ni yo mismo entienda ni una palabra de todas mis —voladeras— palabras.

La imagen es de Willy Revel.

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