anquilosado

Definitivamente, mi escritura está anquilosada. No fluyen el pensamiento en las palabras, las palabras vuelan tan alto que se me escapan o tan bajo que se meten en el fango. Días y días escribiendo borradores de una frase, de cuatro párrafos. Expresiones que no conducían a ninguna parte. 

Conozco parte del problema, pero ignoro todo lo que puede llevar a su resolución. Todo lo que en la cabeza parecía perfecto sale mal y no hay manera de seguir. ¿Dónde se quedó la fantasía, dónde la libertad para teclear y que fuesen emanando los sentidos? ¿Cómo narrar las ausencias, cómo todas las caídas?

Me lleva mucho tiempo comprender que no comprendo nada. Me agobia pensar que no podré volver a juntar unos sentimientos que ronden por ahí, atraparlos y hacerlos brotar en esta soledad acompañada.

Son las 19.24 de la tarde y escucho canciones tristes que me inspiren y no lo consigo. Desplazo una cortina y me encuentro con una calle casi vacía. Un coche avanza despacio. Una mujer lleva a su hijo pequeño en el cochecito. Pasan al menos tres minutos hasta que llega una señora mayor, que camina con mucha dificultad. Se para un par de segundos, se ajusta el abrigo y sigue su camino hacia quién sabe dónde.

Son las 10:27 por la mañana y he pasado la noche durmiendo, con un interludio de un partido de tenis. El amanecer ha coincidido con una pieza de fruta, leche con cacao puro-impuro (mezclo el cacao puro con un pelón de cacao del malo para privar de una excesiva amargura), un panecillo abastecido de margarina y mermelada de melocotón. Acompaso la ingesta entre el frío de la mañana, que se acrecienta con la ventilación (siempre ventilo un poco más de lo necesario).

Después, he leído la prensa y un poco de novela, agazapado en el sofá entre las mantas. Luego, el «De vita beata» de Jaime Gil de Biedma: «No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia».

Miro en el reloj la temperatura que hace fuera e intento el momento de salir a correr porque no quiero que el frío de la mañana se sincronice con el frío que siento por dentro. Me lanzo, por fin y el frío se mitiga gracias a un sol magnífico que va templando el alma. En un camino de ascensos y ascensos, el corazón se desboca y me siento cada vez más pleno. El descenso concluye hasta un paseo calmado que me hace retornar a casa.

Son las 12:24 y vuelvo a la calme con estiramientos, con música y con yoga. Voy al despacho, enciendo el ordenador y consulto unas referencias bibliográficas que no me dicen nada, olvidado su contexto. Avanzo a tientas y acabo por no llegar a ninguna parte.

Después de comer, intento calmar ese vacío con una película de hace mucho para recordar lo mucho que me ha gustado durante años Michelle Pfeiffer. Su belleza se mezcla con la bruma de un sueño profundo a veces, liviano otras, con el que voy rescatando parte del argumento y recupero esa tristeza de comprobar que, como otras dos veces ya en mi vida, Robert Redford muere en la misma película.

Paseo por la casa intentando evitar incursiones al frigorífico, tomo dosis quizás demasiado elevadas de Coca-Cola (Pero) y vuelvo al despacho.

Son las 18:54 y escucho canciones en francés. Hoy he trotado en un círculo vicioso que, no conduciendo a ninguna parte, me ha transportado a través de porciones de sentimientos para no descubrir que, más allá, no hay nada. Miro por la ventana. Veo a una señora mayor, que camina con mucha dificultad. Se para un par de segundos, se ajusta el abrigo y sigue su camino hacia quién sabe dónde.

Imagen de Etienne.

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