Aunque ya he hablado de unos cuantos malentendidos, fracasos e historias fallidas, todavía puede haber momentos en los que las personas que leen esto piensan que esta es una serie autocomplaciente en la que me dedico a echarme flores y a tender puentes de buenrollismo sobre mi trabajo como profesor.
Y no es cierto, para bien o para mal. Aunque tengo muchos momentos de satisfacción, excelentes recuerdos y vívidas experiencias positivas, muy a menudo me asaltan los fantasmas de todas las veces que me equivoqué, de todas aquellas en las que obre o no obré, en las que por acción u omisión o yo no sé qué, las cosas no salieron bien, salieron regular o salieron mal. Todas las veces en las que, creo que con buena intención, no conseguí llegar a los propósitos de la excelencia y me quedé en una incierta frontera entre el querer, el no querer, el poder y el no poder.
Después de cientos y cientos de estudiantes, quizá miles, todavía pienso en todos a los que no recuerdo, todos aquellos que estaban necesitados de una buena acción educativa, de un contenido bien aplicado y que les llegase y pudiese moldear, al menos un poco, su personalidad y su futuro. O, por lo menos, su conocimiento. En esa visión panorámica hacia el pasado, también contemplo rostros en los que fracasé. Es el caso de Esperanza.
Esperanza era una chica reservada, tímida y nada propensa a la exposición y a la exhibición en clase. De lo que no cabe la menor duda era de que era una persona educada, encantadora, con muy buenas amistades y relaciones entre sus compañeros, sus amigos y sus amigas. Sin embargo, Esperanza no conseguía arrancar con brío en la asignatura que impartía en el instituto. Se quedaba siempre en ese quicio entre el cuatro y pico y el cinco. Ocurría, sobre todo, en el comentario de texto. Es cierto que yo era (más o menos) exigente, pero no llegaba a superar de manera satisfactoria todos los obstáculos en forma de resúmenes, opiniones críticas y la exágesis de formas y contenidos.
Había otro elemento que me condicionaba gravemente. Esperanza era hija de un profesor del centro con el que yo había tenido muy buena relación y, por circunstancias de la vida, nos habíamos distanciado mucho. Yo me encontraba ante el problema de que tanto él como Esperanza pensasen que las notas medianas o bajas que le ponía estuviesen condicionadas por esta razón. Y no. Juro que no. Jamás se me ocurriría que un alumno/hijo sufriese las desavenencias con el examigo/padre. Aunque él y yo nos comunicábamos muy poco, yo me creía en la obligación de dar alguna explicación y algún razonamiento sobre lo que hacía. Le proponía a Esperanza, en algunas ocasiones, que se presentase a las pruebas de recuperación para lograr redondear lo que, a mi perecer, no se moldeaba de forma adecuada. Ella se sentía insegura pese a mis intentos de que pisase firme. Y puede que fuese una obsesión mía, pero su padre escuchaba mis intenciones con cierta suspicacia y, cuando las intenciones se convertían en calificaciones, la suspicacia era, según la idea que tenía en mi cabeza y que jamás sabré si es cierta, la suspicacia se trocaba en desconfianza.
Los años corrieron y yo, al poco tiempo, pasé a dar clase en la universidad. Fui sabiendo de Esperanza, Claro. Estudió Periodismo. Y luego un máster. Y, más tarde, empezó a trabajar en una de sus pasiones, que era el mundo de la comunicación y el deporte. Y es francamente buena. Leo siempre sus escritos y están llenos de armonías, de aciertos y de palabras ajustadas. Y pienso que es poco posible que alguien con esas cualidades las tuviese silentes cuando se trataba de interpretar y analizar las producciones textuales ajenas. Así que quedan pocas opciones y algo se me perdió a mí por el camino. En ese éxito actual, le doy vueltas a si Esperanza ha pensado alguna vez en todo esto y si su padre también lo han hecho. Y si han llegado a una conclusión parecida. Segura y justamente, puede que haya sido así.
No es posible acertar siempre. Pero duele saber qué es lo que ha pasado para que las cosas no salieran bien… y cuántas veces habrá ocurrido sin que yo me haya dado cuenta.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Con imagen de Günter Hentschel