Son días repletos de publicidad de perfumes. Frente a los que afirman que la publicidad de los perfumes es vacua e intranscendente, yo opino justamente lo contrario. Los anuncios de perfumes, que son, por su propia idiosincrasia, una sinestesia, están repletos de sentido. Un olor tiene que ser percibido, vendido, comprado, olido y agradecido por todo lo que no huele, pero transmite sensaciones: música, colores, movimientos, imágenes, posturas y ademanes.
A mí me dan mucha envidia las personas que tienen perfumes y colonias elegidos y siempre dispuestos en sus habitaciones o en sus cuartos de baño. Se compran, se regalan o se dejan comprar y regalar unas cajas, unos frascos, unas formas tras la que se esconderá parte de su misterio y de su fragancia. Dicen —yo no tengo ni idea— que las colonias no huelen igual en todas las personas, que se asimilan a las feromonas de cada cual y que, precisamente, en eso reside parte de su misterio, de su éxito o de su fracaso. Dejando a parte las personas que, para su desgracia, huelen mal e intentan disimular su hedor echando colonia por encima, una colonia bien elegida presagia éxitos y beneplácitos.
Yo me he comprado una colonia (menos un perfume). O, al menos, no me acuerdo. Me la han regalado a veces y le he dado un significado tan preciado que las he dosificado tanto que les negaba el uso diario y lo he ido dosificando, a veces durante años y años. Mi día a día, desde que tengo uso de razón y que persistió desde mi adolescencia es el uso de colonia Nenuco. Me doy cuenta ahora de que no es cierto que no me haya comprado nunca una colonia. Me dijeron que en Zara había colonias «buenas» y baratas, si es esto posible, réplicas de olores de renombre con más euros aparejados. Me prometí a mí mismo que usaría la colonia elegida todos los días y así empecé, protocolaria y religiosamente, con la rutina. Pero no he podido ser fiel a mis últimos propósitos y he recuperado los primegenios. Ahora esa colonia descansa en el cajón del baño con cuatro milímetros de líquido que se antojan eternos y que guardaré para no sé qué ocasión. Ninguna seguramente.
Ahora mi colonia de cabecera, cabeza y cuerpo entero no tiene siquiera esa palabra en ningún lugar reconocible. He huido del envase infantil de litro porque he encontrado algo infinitamente superior. Tratada como «cosmética pediátrica», utilizo «agua perfumada» de una conocida marca blanca de una conocida cadena de supermercados de un conocido millonario. Es un envase de 100 ml que, eso sí, promete estar destinado a «momentos inolvidables».
Si las colonias transmiten la personalidad de quienes la emplean, ya podéis imaginar la persona que habita tras el agua perfumada de cosmética pediátrica. Ese, probablemente, es el signo o la inminencia de lo que soy. Mucho más (o menos) que nada.
Imagen de Günter Hentschel.