Quitemos rótulos en los museos, los nombres de los pintores y los títulos a los cuadros. Eliminemos a los guías y las audioguías. No pongamos flechas para señalar los caminos de las visitas. Que el que acuda a un museo lo haga porque quiere y no por el nombre. Que se detenga ante un cuadro y se arriesgue a que no sea el adecuado. Que aventure una opinión fuera del contexto.
Eliminemos los nombres reconocidos y reconocibles de los libros. Atemos a los críticos de los suplementos de cultura: podemos, también, encerrarlos maniatados en un cuarto oscuro. Mientras, que los lectores abran un libro como obra fresca, sin mancha. Sin trampa, sin cartón y, sobre todo, sin solapillas que nos cuenten demasiadas cosas. Que todo aquel que abra un libro se deleite por lo que está allí escrito. Que descubra lo que son para él descubrimientos. Que no se asombre por nada, por todo.
Suprimamos las listas de las mejores canciones de la historia de la música. Que, a partir de hoy, Mozart y los Rolling no sean ni siquiera nombres. Que la gente baile con la música que quiera y cierre los ojos y llore cuando le venga en gana. Que las notas musicales iluminen el mundo como si no hubiese habido un ayer. Como si no vaya a haber un mañana. Que el que escuche música sea tan solo consciente, quizás, de que es algo diferente a lo que suena cuando los pájaros cantan.
Borremos del mapa a los actores fetiche, a los directores de renombre. Tachemos con espray los títulos de las películas. Dejemos a los críticos de cine en el cuarto de al lado, donde dejamos también a los críticos literarios. Que nadie medianamente entendido emita su juicio en voz alta. Que los espectadores dejen las palomitas en el mostrador y den una patada al vaso de Pepsi y lo estampen contra la pared de la entrada a las multisalas. Que aprendan a ver el cine de la única manera en que se puede disfrutar, como los esclavos de la caverna de Platón. Aunque luego uno escape. Aunque luego se lo cuente a los demás.
Y que suceda así con cada una de las artes en cada uno de sus espacios. A ver qué pasa.
(La foto pertenece a mi galería de Flickr.)
París es el talismán, el paradigma. Qué razón tienes.
Gelu.- ¡Vaya coincidencia! Precisamente había pensado en esa canción!
Buenas noches, Raúl Urbina:
Hay un millón de cosas…
Saludos
Sé la sensación a la que te refieres con los museos… ¡ay, cómo echo de menos París!
A mí me gustaría porque me pasa con los museos: me agrada ir solo, pasear, ver algo de lejos y detenerme ante algo que me llama la atención. Lo que pasa es que tengo ojo crítico y suelen ser cuadros buenos (pero no necesariamente famosos) 😉
En ese mundo imposible, no existiría solo Justin Bieber porque no nos bombardearían con sus cancioncillas. Y pasaría, como me ha ocurrido hoy, que he escuchado una canción de Cat Stevens que, en ese momento, me ha sonado como si nada más en este mundo hubiese sonado por encima.
Qué escena más provocadora y excitante acabas de retratar… Me lo imagino y sólo de pensarlo se me pone la piel de gallina.
Me encantaría vivirlo, a pesar de que mi parte cínica me grita desde algún rincón en la cabeza que probablemente entonces todo lo anterior a Justin Bieber se olvidaría, que sólo las secuelas hollywoodienses y los reality shows se conocerían…
Y que por mucho que maniatáramos a los críticos, nuevos surgirían para guiar las conciencias de las masas que, desprovistas de guía, vagarían entre Top Chef y Gandía Shore…