En los pocos ratos de piscina de los que estoy disfrutando hasta el momento, me siento plácidamente a leer A propósito de nada, la autobiografía de Woody Allen. Ayer me encontré un pasaje con el que creo que nos sentimos identificados todos los que tenemos pasión por libros desde pequeños:
Cuando era un niño, como apenas tenía unos centavos, dedicaba mucho tiempo a escoger qué libro comprar, y lo placentero que era aquello, mientras que de adulto, como ya podía adquirir muchos libros, esa excitación había desaparecido
Woody Allen, A propósito de nada, Alianza Editorial, p. 131
Cerré los ojos y me transporté a los tiempos en los que, a partir de los ocho o nueve años, invertía todo el dinero que iba sacando entre propinas y tíos generosos para comprarme libros. Un poco más adelante, me acercaba, ya sin mi madre, a recoger a la librería Granado, que estaba cerca del Mercado Sur, los pedidos de tebeos (Mortadelo para mí, El capitán Trueno para mi padre). La librera, Humi, era una señora que me daba mucho miedo. Tenía un carácter arisco que manifestaba sobre todo en la manera de tratar a la dependienta. Me hacía mucha gracia que, cuando ella se daba trabajosamente la vuelta para buscar algo, esta le hacía burla y a mí me guiñaba un ojo y sonreía.
Pese a ese carácter, Humi me trataba bien y llegamos a hacer un pacto nunca escrito y nunca expresado (y del que —creo— nunca se enteró mi madre): yo me llevaba» a cuenta» un libro e iba ahorrando hasta pagárselo. Así, de uno en uno, fui cimentando los principios de una biblioteca que iba creciendo y de la cual me sentía muy orgulloso. Ponía todo mi empeño en gastar poco en todo lo demás para conseguir el siguiente, en una especie de migas de pan que serían los hitos que marcarían mi futuro como lector.
Mi abuela y mi tía, ayudadas por mi padre cuando salía de trabajar, habían regentado durante años una librería en la calle Laín Calvo y tenía, de algún modo, ese gusanillo cobijado en el fenotipo. Yo no viví esa época de vivir entre familia y entre libros, pero sentí que algo llevaba dentro que me impulsaba a ese gozo.
Un poco más adelante, a eso de los catorce, pasé a visitar, cada vez con más frecuencia, la librería de Hijos de Santiago Rodríguez (que también combinaba con encargos en la librería Luz y Vida: mi padre era amigo de Álvaro, el padre de Álvaro, el hijo de Álvaro, que hoy se regenta la librería). La razón era sencilla: era un establecimiento enorme y, a diferencia de la de la familia Granado, esta tenía todos los libros al alcance de la mano. Durante años y años, me pasé horas disfrutando del contacto con los libros, leía pasajes, avanzaba páginas y, sobre todo, me las prometía felices pensando cuál sería mi próxima joya, aquella que haría brillar mis ojos durante unos cuantos días con una prosa llena de aventuras, intrigas y pasajes llenos de belleza.
A medida que fui creciendo, fue aumentando mi abanico de obsesiones en ese delicioso negro sobre blanco. Llegó la poesía, la filosofía y la historia y, ya como universitario, los libros de estudios literarios, de teoría de la literatura y de lingüística. Pese a tener los objetivos mucho más claros, yo seguía paseando con alegría por las librerías para ir descubriendo tesoros escondidos, libros que estaban esperándome, sin que yo lo supiese. Libros que, seguramente, me habían descubierto a mí mucho antes de que yo los descubriese a ellos.
Cada ciudad en la que he pasado algo de mi tiempo se ha llevado parte de mi corazón y de mis ahorros, de los que nunca me ha importando tan poco (tampoco) desprenderme. Creo que la librería Sandoval de Valladolid, la librería de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid y un par de librerías de París han sido algunas de las más afortunadas, puesto que los libros técnicos eran considerablemente caros.
La alegría inmensa de comprar un libro para consultarlo o para devorarlo sigue estando presente en mi día a día. Afortunadamente, trabajo con libros y entre libros, aunque en algunas ocasiones ahora las ediciones sean digitales. Sumando todos los volúmenes que tengo distribuidos por aquí o por allá, serán unos diez mil los libros que rondan por mi cabeza. Entre ellos, por supuesto, alguno espera ansioso su turno y empuja su lomo para que destaque entre sus hermanos y sea el elegido para su primer disfrute o para el milagro de la relectura, ese que practico —también, afortunadamente— desde hace años (¡qué estupendo es descubrir que los libros cambian contigo y nunca son iguales a los de la primera vez!).
Y ayer, cuando leía ese pasaje de Woody Allen, pensé que tenía que escribir sobre aquellos días en los que iba contando peseta a peseta lo que me iba a costar llegar al próximo libro, en ese perpetuo caminar, en ese ascenso constante, en el que la cima siempre espera, gozosa, un poco más allá.
La imagen es de Santiago Atienza.
Qué bonitos recuerdos ha despertado esta entrada! De cuando me colaba en la buhardilla de casa de mis abuelos para coger libros juveniles de mis tios 🙂
Casualidades de la vida, justo hoy he pasado por Luz y Vida en busca de “comida”.
Y no sé si solo me ocurrirá a mí, pero resulta que de tanto leer y sumergirme en ficciones, digamos que la rutina y lo cotidiano comienzan a saber a poco. Nada tiene tantos colores, olores y sabores sin la posterior racionalización que uno se ve obligado a hacer cuando traduce sus pensamientos y sensaciones a palabras. Conclusión: : la vida sabe a hueso en comparación con un buen libro.