Retrato de una mujer frente al mar y su inmensidad

Mujer ante el mar

El mar y su mirada preguntaron por aquella luz que emergía entre las olas. Sus ojos oscuros se posaron sobre aquella espuma -rosa y gris- para alzarse luego ante un sol inexistente.
Abrió los ojos y respiró, creyendo que la duda entraría en sus pulmones; pero su pecho quedó solo, anegado por la muerte. Percibía los placeres y se interrogaba por ellos: frágiles desvaríos a cada instante. Su cuerpo insinuaba la curva de la espera, de la calma, de aquella brisa que indagó sus deseos y quedó convertida en simple viento.
Dime por qué. Su voz se alzó, quejumbrosa, buscando las palabras de quien era semejante, y, por ello, no pudo encontrar respuesta alguna. Apenas pudo atisbar la aporía en esa ola que se alzó y rompió su semblante.
Dime cómo. Su cara se inclinó, desafiante, buscando los orígenes de la ausencia de límites, sin hallar —por eso mismo— otra contestación que el bramido de la resaca en franca retirada.
Dime cuándo. Su dedo apuntó tembloroso a esa roca que era símbolo de muerte. Y no encontró sino una gaviota que alzaba el vuelo para nunca retornar. El tiempo no tenía sentido, porque ya no existía.
Dime de qué color es la felicidad. El mar devolvió una sonrisa sincera, y contestó: «El color puede ser blanco, puede no ser negro; mas nunca busques dicha ni respuesta en figuras imposibles, negras y de contornos amarillos. Busca, en todo caso, la alegría en mi color».
Ella miró, alzó los brazos y, respirando hondamente, alzó su voz. Su dedo acabó posándose en una gota de agua y sal; la llevó a sus labios y desapareció convertida en niebla.

(La fotografía «Olas de Niebla» pertenece a Alejandro Medina)

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