En esa serie de acontecimientos sorprendentes que hacen cada vez más cierta que la realidad supera con creces a la ficción (y aquí ya dimos cuenta de la historia de alguien que vivió en un armario ajeno un largo periodo de tiempo), resulta que un hombre chino (tal y como vienen contando hoy los medios) tiene migrañas frecuentes, unidas a otros síntomas como hemorragias inesperadas y alguno más. Acude al médico y, al realizarle la radiografía correspondiente, descubre que tiene una hoja de cuchillo alojada en la cabeza fruto de un ataque de un atracador hace cuatro años. Si nos lo contasen a modo de chiste, lo juzgaríamos un hecho inverosímil.
Lo que no sé es si todos conocéis un hecho bastante anterior a este y que está muy estudiado por la literatura científica. Se trata de Phineas P. Gage, un trabajador del ferrocarril al que se le clavó un hierro en la cabeza, fruto del impacto de una explosión en Vermont. La pieza de hierro tenía cerca de un metro de largo, tres de diámetro y seis kilos de pesos y le atravesó el cráneo longitudinalmente. Gage no solo salió vivo del accidente, sino que no tenía dolores y estaba plenamente consciente y con las funciones mentales aparentemente intactas. La vida de Gage no fue fácil a partir del accidente, ya que parece que su temperamento cambió radicalmente, por lo que no pudo permanecer mucho tiempo en su trabajo debido a su mal carácter. Llegó a ser exhibido como un fenómeno en un circo y, al cabo de doce años, acabó muriendo con una salud cada vez más deteriorada. Como enseguida comprobaron los médicos, el accidente había convertido a Phineas Gage en alguien totalmente distinto («Este hombre ya no es Phineas Gage», llegaron a afirmar). Físicamente, Gage era el mismo, pero había cambiado por completo su comportamiento emocional. Este caso ha sido de gran valor para las neurociencias (Antonio Damasio le dedicó la primera parte de su interesantísimo libro El error de Descartes) porque venía a demostrar las zonas del cerebro (el córtex prefrontal) en las que se alojan las emociones, la empatía o las habilidades sociales y que todas estas cuestiones tienen que armonizarse con la razón para que una persona goce del equilibrio necesario.
En definitiva, todo esto nos demuestra que podemos tener muy ocupada la cabeza, con barras enormes u hojas de cuchillos. Y que, antes que nada, deberíamos preguntarnos por esos pequeños dolorcillos que sentimos o por nuestros repentinos cambios de humor. Es posible que un día lejano de nuestra tierna infancia algo se metiese en la cabeza y nadie nos lo haya dicho. Ya se sabe lo cabezotas que podemos ser los seres humanos.