Pero un poco más fea

 

Me pasó el otro día. Ayer, para ser más precisos. Un aula inmensa, llena de mesas y de alumnos. En los últimos instantes, entre los supervivientes, quedaba ella. Se levantó y fue a entregar el ejercicio. En el momento en que la vi, con esa forma de caminar, esa mirada, ese pelo, pensé: «Es igual que ella, pero un poco más fea». Pensé eso, ya digo. De forma instintiva, con la cabeza en otra parte, sin ser plenamente consciente de esas asociaciones. Como ella. Un poco más fea. No fea, no. Más bien normal, no sé… tirando a eso, a normal. O algo guapa, tampoco lo sé. Fea no, ya digo, de ninguna de las maneras. O guapa, si no es por el contraste.

Y luego le di vueltas a eso de «igual que ella». Y la inconsistencia de que un igual sea algo distinto. A peor o a mejor, eso me da un poco igual, lo reconozco. No estamos hablando de atracción, sino de visión. O de visión y de interpretación, o puede que de formas de mirar el mundo. Sí, quizá esto, interpretación, filtro. Maneras de ver, en suma. Dije igual que ella sin saber, en principio, a quien era igual (es decir, igual, pero un poco más fea). El nombre me vino luego. Mónica. No una Mónica cualquiera. No el nominalismo de las Mónicas, como si fuesen todas iguales. Como si el hecho de llamarse Mónica llevase aparejado una forma determinada de andar, o de pasarse la mano por el pelo, o de unas facciones, o de una sonrisa… o todas esas cosas en el conjunto de las Mónicas. El nombre de una Mónica concreta, de carne y huesos. Espinosa.

La clase era grande, ya digo. Este es una historia real, además de totalmente verosímil, valga la paradoja. Todas esas cosas me pasaron por la cabeza en el momento en el que cerebro hizo algo más que digerir la visión y devolver algo de voluntad al acto, que entonces fue de mirada. Decía que la clase era grande. Que esa visión se produjo en los segundos en que ella se levantó, en el que esa incorporación la sacó del anonimato de todos los que hacían lo mismo que ella, escribir y escribir, un poco nerviosos y afanados en su tarea, inclinados ante el papel y su futuro. Yo estaba en la parte trasera del aula, viendo la escena casi como un espectador anonadado por el hecho de vivir en la excepcionalidad de lo cotidiano. Igual que ella, pero un poco más fea. Ya digo. Mónica, sí. Una nariz casi exacta. Una cara un poco más delgada, quizás. El pelo tremendamente oscuro, un corte con flequillo muy parecido al de esa Mónica a la que di clase hace unos años y que hoy, imagino, estará graduándose en una centenaria universidad. Unos ojos algo achinados, que ella sabía llevar y acompasar con su sonrisa. Un poco más fea, sin que eso sea una valoración negativa. Que no lo es. Parecía más joven, más niña. Quizá fuera el miedo de enfrentarse a esa prueba, el peso desproporcionado de un día en el que te lo juegas todo a la opción A. O a la B.

En este trance de pensamientos estaba cuando ella entregó el examen y volvía hacia su mesa a recoger sus cosas. Regla, escuadra, cartabón, compás aprisionados con rapidez en una mano. Una hoja en la otra. Y un suspiro que parecía conciliarla con el mundo, que es la rutina del acabar, como todas las cosas. Es igual, me decía intentando, una vez más, buscar las diferencias, como si estuviese ante mi afición de niño al abrir el periódico y buscar las siete diferencias. Aquí no era arrugas en la sisa, ni las hileras de cordones de los zapatos, ni una nube pequeña. En el juego de los errores, ella hubiera permanecido indemne, sin poder ver grandes diferencias, ni cualitativas ni cuantitativas.

Como ella. Pero un poco más fea. Me acordé, cuando ella ya recogía su mochila y se dirigía hacia la salida (insisto: el aula era enorme, todo trayecto sosegado y educado llevaba unos cuantos segundos) de la broma que le hacía a Mónica cuando fue mi alumna. No broma, sino comentario. Que se parecía a Lila, la mujer fatal de la segunda temporada de Dexter. Y no lo decía por lo de mujer fatal ni porque Mónica fuese exacta a Lila (era igual que ella, pero no sé si un poco más guapa, si un poco más fea). Un cierto aire de familia. Una manera divertida y picante de ver el mundo. Luego la serie avanzó y Lila dejó de parecerse a Mónica. No porque fuese un poco más guapa o un poco más fea, sino porque Lila se mostraba cada vez más cruel. Y en eso no se parecía a Mónica. Lo que era juego pasó a ser algo desagradable. En el caso de Lila, digo, no en el de Mónica. Mónica seguía siendo ella, con todo su saco de ilusiones y su talento. Ella sabía que era mucho, pero lo dosificaba con prudencia. A veces, con retranca, a veces vaporizado. Luego recordé que a la hermana de Mónica, María, también le decía que tenía mucho parecido con Claire, la de Six Feet Under. Ni más fea ni más guapa que Mónica, pero nunca iguales. Ni más fea ni guapa que Claire. No sé. María, qué poco sé de ella ahora, solo un par de detalles. Un café que tengo pendiente, con Nerea, también. Y con su hermana. Rebeca. También.

Es igual que ella, pero un poco más fea. La puerta se cerró. Mi cabeza despertó del letargo y dije, con voz alta y clara: «Quedan cinco minutos. Id acabando, por favor». Y pensaba que era una anécdota que se me iba a olvidar, de esas cosas que permanecen en la cabeza unos minutos, que te hacen sonreír y recordar. Y eso: no guapa, ni fea. Pero un poco diferente.

(Imagen de Flying High.)

2 comentarios en “Pero un poco más fea”

  1. real o no (no me importa), me lo creo… me creo esas reflexiones (un poco sinsentido) que nos hacemoesa veces acerca de algunas situaciones.

    un texto muy logrado.

    biquiños,

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