Perros

Esta mañana he ido a correr. Hoy tocaba darle duro y mantener un ritmo fuerte. Hago todo el trayecto que puedo por hierba o por caminos, ya que el asfalto es poco deseable para el corredor. Por eso, aprovecho que en mi ciudad contamos con unas orillas del río magníficas para poder pasear o hacer ejercicio. Cuando estaba ya de vuelta, a dos kilómetros de mi destino, me encontraba cansado, con la respiración algo desbocada y lleno de sudor. De pronto, me encuentro en ese paseo al lado del río con dos perros que, jugando y sin advertir mi presencia, vienen hacia mí a toda velocidad, con tan mala suerte que uno de ellos se estampa con fuerza contra mi rodilla. Los dueños de los perros no se escandalizan tanto de que su perro haya embestido a un corredor, como de que el corredor se haya enfadado por sufrir la embestida. He oído frases como «Están jugando», «Hay espacio para todos», «Ellos tienen tanto derecho como tú». Después del parón y dolorido como estaba, retomo la carrera para intentar acabar con buenas sensaciones y sentir que el entrenamiento ha merecido la pena. No han pasado ni 400 metros cuando otro par de perros han corrido hacia mí. En este caso, no querían jugar entre ellos, sino jugar conmigo. En estos casos, lo mejor es parar. Por si acaso. Uno de ellos me ha saltado encima y el otro, jugando, ha enganchado con los dientes la manga de mi cortavientos. En ningún momento he oído a los dueños llamarles, ni intentar intervenir. Solo se han limitado a decir frases que he oído muchas veces: «No te preocupes, quiere jugar», «No, si no hace nada». Y, una vez más, no se han enfadado porque sus perros hayan molestado a alguien, sino porque ese alguien se haya enfadado con sus dueños.

Obviamente, no me puedo enfadar con los perros, porque son perros. Animales que, en cierto modo, hacen lo que sus amos les permiten hacer. A los dueños de esos animales les suele parecer espantoso que sus mascotas vayan sujetas con la correa y, desde luego, no suelen ser amigos de ejecutar órdenes precisas para evitar problemas. Como me huelo que el que lea estas líneas pensará que tengo algo contra los perros, les diré que he disfrutado durante 14 años con mi perro, un pastor belga con el que he corrido miles de kilómetros –no, no exagero: miles– y he disfrutado como nunca jugando con él y paseando. Pero debo de ser alguien raro: nunca creí que los demás tuviesen que soportar –o no– que tuviese perro. Comprendía perfectamente que otros no quisieran que mi perro los persiguiese o jugase con ellos. Entendía meridianamente que alguien se enfadase si se acercaba demasiado. Sabía, también, que mi perro no haría nada nunca a una persona, pero era consciente de que una persona que viese a un belga malinés corriendo hacia ella no sabía cuáles eran las intenciones del animal. Por eso, corría siempre con él sujeto a la correa (y eso que correr no tiene nada que ver con pasear). Y, si andaba suelto, lo hacía porque me levantaba a correr a las cinco de la mañana para no encontrarme a nadie por la Quinta (nunca, de ninguna manera, por la ciudad). Era duro, pero es lo que tiene ser dueño de un perro: que tienes la responsabilidad de cuidarle, de educarle… y de no ser un puñetero zoquete que deje que tu perro moleste a los demás. Además de hacer un flaco favor a los dueños de perros responsables, haces que tu perro tenga un dueño subnormal de solemnidad.

(La imagen es del Sr. Barao.)

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