Hace unos días se nos fue el poeta Antonio Rodríguez Llanillo. Aunque, al principio, lo conocía como poeta, para mí fue, durante un tiempo, mi vecino Antonio. Nada más y nada menos.
Antonio era un hombre afable, con una sonrisa llena de sinceridad, picardía y simpatía a partes iguales. Nos parábamos muy a menudo para hablar en el portal. En los primeros años como vecinos, yo tenía un precioso pastor belga y, cuando bajaba con él por las escaleras y me encontraba con Antonio en el portal, siempre decía: «Mucho perro, mucho perro anda suelto». A medida que pasaban los meses y la confianza era mayor, las conversaciones fueron alargándose. Y el «Mucho perro, mucho perro anda suelto» fue la excusa para hablar de muchas cosas. Antonio era siempre persona de conversación entretenida y honda, y su socarronería le servía para filtrar la realidad de manera divertida y atinada.
Otros momentos clásicos eran los de coincidir en el portal al ir o volver de correr. Entonces, la expresión era siempre: «¡Deportistaaaa!», alargando mucho la a. Y, como pasaba con el «mucho perro», los encuentros esporádicos y rápidos pasaron a detallar sus aficiones, sus paseos por el campo y por el pueblo, sus ideas y venidas en Laredo en bicicleta.
Poco a poco, él empezó a saber algo de mí y yo tuve la suerte de saber algo más de él. Y, aunque siempre he sido de los que aceleran el paso en los lugares de tránsito entre vecinos, los encuentros con Antonio eran siempre bienvenidos y placenteros. Su humanidad vencía mi tendencia a la misantropía. Envidiaba esa manera de hablar de manera sencilla envolviéndolas en capas que revestían mucha hondura.
Hace unos años, apareció un marcapáginas en mi buzón. La Asociación de Libreros de Burgos, en colaboración con el Ayuntamiento, había ido confeccionando esos marcapáginas dedidándolos a varios poetas burgaleses. En una de las caras, aparecía una fotografía de Antonio y tenía una dedicatoria: «A Raúl, gran profesor». Y, en el reserso, su poema «El hombre árbol», cargado de simbología machadiana. En los dos últimos versos, decía: «Era el amor de un poeta / que se fue, sin regresar». Y, después, a bolígrafo, había añadido, con más resonancia a Machado todavía: «Y, ligero de equipaje, ya deseamos ir junto al mar». Antonio era demasiado discreto como para entregármelo en mano y prefirió quitarle importancia a ese momento en el que se le reconocía como escritor y poeta.
Antonio era un hombre lleno de vigor y energía, pero, como suele pasar cuando se llega a octogenario, cualquier vaivén de la salud hace caer a uno hacia el precipicio de la enfermedad. Antonio no perdió la virtud de razonar, pero sí la de andar y la de valerse por sí mismo. Ya no vivía en mi edificio, sino que estaba bien atendido en una residencia. Lo veía también de vez en cuando cuando sus hijos estaban con él dando un paseo. Y, un día, en otro encuentro de portal, vimos a sus tres hijos salir del ascensor con cara compungida. Sin saber nada y sin preguntar por no ser indiscretos, lo supimos todo.
Y ahora es inevitable acordarse de Antonio, el vecino y el poeta, el poeta vecino, el hombre afable. Un poeta que, para mí, siempre será el que mejor ha calado sus pensamientos a golpe de conversación en el portal.
Es muy injusto que ande tanto perro suelto por ahí y que Antonio esté, ahora, en otro lugar. Aunque ahora su memoria sea la de un hombre árbol, con hondas raíces, preciosas ramas. Y el paisaje de sus ojos azules mirando al mar.