Ríe, payaso

Juan Gris, Pierrot (1921). National Gallery of Ireland

El título de esta entrada puede leerse, a primera vista, como un insulto, pero no es esa su intención. Su propósito es otro, más hondo, más existencial, más trágico.

El verso «Ríe, payaso» («Ridi, Pagliaccio») pertenece al aria «Vesti la giubba», de la ópera Pagliacci, compuesta por Leoncavallo y estrenada en 1892.


«Ríe, payaso» es quizá una de las expresiones más tristes y, al mismo tiempo, más verdaderas del alma humana. Canio, el protagonista, acaba de recibir una noticia terrible y, poco después, debe salir a escena y cumplir su papel: el de payaso. No es, por tanto, un insulto dirigido a otro, sino una invocación dirigida a sí mismo, una orden desesperada para representar el papel que le ha tocado representar en el mundo. En este inmenso teatro que la literatura y el arte han descrito hasta la saciedad, Canio debe enmascarar su dolor y disponerse a hacer reír al público.

Aunque la ópera no lo diga explícitamente, Canio encarna la figura de Pierrot, el payaso melancólico nacido de la commedia dell’arte italiana. Debería ser un payaso risueño y burlón, pero es, en realidad, un ser triste y vulnerable, condenado al desencuentro. Curiosamente, la empatía que despierta su figura teatral no siempre se extiende al hombre real que la sostiene.

El universo de los payasos ha estado siempre cargado de simbolismo. En las viejas comedias, antes del circo moderno, existía el payaso astuto (Arlequín), ingenioso y hábil, que servía de contrapunto al payaso torpe y espontáneo (Zanni). Y junto a ellos, el payaso triste (Pierrot), símbolo de la soledad y el desengaño. En el circo contemporáneo, estos arquetipos resurgen transformados en el payaso blanco, el Augusto y el vagabundo, herederos, en el fondo, de aquellas máscaras ancestrales.

Vivimos en un mundo donde rara vez se nos permite vivir de manera directa. Debemos actuar conforme al papel que nos ha sido asignado. Así le ocurre a Canio, preso de su delirio: debe esforzarse, vestirse, maquillarse y fingir alegría. Convertir la congoja en broma, el llanto en chanza, el dolor en una mueca convincente, la herida en espectáculo. En esencia, se trata de reírse del propio sufrimiento, de transformar el veneno del alma en gesto teatral.


Simular la felicidad bajo la sombra del dolor se convierte, de esta manera, en una forma de supervivencia. La función debe continuar, aunque por dentro hierva la humillación, la rabia o el desaliento. La sociedad nos obliga a salir a escena, aunque sea con las heridas aún abiertas, a cumplir con una sonrisa el mandato de los demás. Porque no vivimos para dentro, sino hacia un exterior que nos hace ser nosotros, siendo ajenos a nosotros mismos.


Esa escena invisible —el instante en que el dolor se maquilla de risa— revela con crudeza la más pura humanidad: la conciencia de los límites entre el ser de carne y hueso y el personaje que finge vivir. En definitiva, es un grito silencioso, un acto de dolor disfrazado de aplauso.

Así que, cuando te contemples por primera vez en el espejo de la mañana, mira tu cara y di, para ti mismo: «Ríe, payaso». Como hago yo todos los días.

La letra del aria es esta:

Recitar! Mentre preso dal delirio,
non so più quel che dico,
e quel che faccio!
Eppur è d'uopo, sforzati!
Bah! sei tu forse un uom?
Tu se' Pagliaccio!

Vesti la giubba,
e la faccia infarina.
La gente paga, e rider vuole qua.
E se Arlecchin t'invola Colombina,
ridi, Pagliaccio, e ognun applaudirà!
Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto
in una smorfia il singhiozzo e 'l dolor, Ah!

Ridi, Pagliaccio,
sul tuo amore infranto!
Ridi del duol, che t'avvelena il cor!

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