Muchos antiguos ya lo sabían, pero era un conocimiento matemático, exacto, realizado en torno a sombras, figuras y cálculos. La evidencia, para que lo sea, ha de serlo de todos, comprobado desde la excelencia máxima de todas las cosas, de todos los conocimientos, que no es sino su concreción, cuando las partículas del conocimiento teórico se han unido a la masa de la experiencia. En un momento determinado, todo un grupo de designios y esperanzas se concretaron en un proyecto que acabó por «redondear la imagen de la Tierra», en una bellísima expresión acuñada por Fernándo García de Cortázar y José Manuel González Vesga en su Breve Historia de España. No por descubrir nada, sino por ensanchar el mundo. A nosotros nos ensancharon por el Mediterráneo y, en justa correspondencia, agrandamos el mundo hacia el Atlántico.
Por lo que a mí respecta, -ya lo he dicho alguna otra vez– soy un patriota que piensa, con Canetti, que «La única patria, la verdadera, es uno mismo». Y soy tanto de civilizaciones de ancho mundo como de concepciones patrióticas virtuales. Y soy tan individualista como para que todos los imperios me vengan anchos y tan colectivista como para gustarme algunos pasos de la humanidad que plasmaron nuestros sueños. No me siento mucho de nada, sino ser humano. Me gustan unas palabras del reciente premio Nobel de literatura, Le Clézio en una entrevista: «La lengua francesa es, quizá, mi auténtico país». Yo puedo traducir y trasladar estas palabras al español. Y entonces, me doy cuenta de que este día, 12 de octubre, tiene sentido. La lengua, una patria común, me hace sentir muy unido a millones de personas. Bienvenidos a la Tierra Común. Bienvenidos.