El diccionario, de repente, me dio una sorpresa. No iba, en esta ocasión, buscando algo que no sabía, sino que procedía en sentido inverso, jugando y saltando de palabra en palabra. De pronto, llegó. Ríspido: «áspero, violento, intratable». Y vi que, tristemente, encajaba con mi carácter.
No se juega con los besos de amor. Era tan bonita la idea de que alguien filmase a veinte personas desconocidas compuestas en diez parejas para ver cómo sería su primer beso. Era tan conmovedor el ver los titubeos iniciales y las presentaciones, los labios temblorosos, la pasión desencadenada. La timidez y la osadía. Las ganas de volcarse y las ganas de ser recibido… Y, sobre todo, era tan conmovedora la sonrisa…
Y sabemos que toda realidad es ficción en el fondo y en la forma. Que el mundo es un teatro y la vida es sueño. Pero no se juega, no. No se juega con los besos de amor, que siempre anidan en lo más profundo de nuestro ser. De nuestra imaginación.
Y, de banda sonora, el Salut d’amorede Edward Elgar.
Ayer acabó Dexter. Quizás no sea la mejor serie –es casi imposible decir una, entre un gran puñado de obras maestras–, pero sí es la que a mí, particularmente, me ha llegado más hondo. Desde que llegó a nosotros, en 2006, Dexter nos ha ayudado a dialogar con el oscuro pasajero que todos llevamos dentro. Como ocurre con los aspectos ligados al inconsciente, esa barrera de censura de la que hablaba Freud parece que nos impedía reconocernos ante nosotros mismos ante el espejo de la realidad. Y, para mirarnos en ese espejo, necesitábamos la ficción. No nos vamos a poner psicoanalíticos, pero Dexter Morgan es un caso paradigmático para estudiar el Ich, el Über-ich y el Es freudiano.
Hemos conocido a Dexter como un personaje visible, con su profesión, sus relaciones personales, su familia, pero nos ha interesado mucho más el diálogo que Dexter mantenía, a veces consigo mismo, a veces con su padre (que parecía que tenía la función del coro griego, como poso de conciencia que dice las cosas en voz alta para que nosotros las podamos conocer). Nadie puede sentirse identificado con el Dexter asesino, pero sí con sus conflictos personales, sus dudas, su reflexión sobre sí mismo como persona, sobre sus emociones, sobre lo que debería pensar y lo que piensa realmente. Porque, de alguna manera, Dexter somos nosotros mismos, cada uno de nosotros.
Las ocho temporadas de la serie han tenido altibajos. Lo mejor se ha encontrado, sin duda, entre las cuatro primeras. Después, hemos tenido nuestras dudas acerca de la conveniencia de que la serie acabase ya, pero hemos tenido siempre pequeños destellos de genialidad. Un Dexter en conflicto con lo absoluto, un Dexter que descubre a una «madre» casi nutricia, un Dexter que va destapando sus emociones… A mí, particularmente, me ha gustado más el Dexter en conflicto, el Dexter cuya inteligencia no le sirve para manejara su vida, el Dexter secreto. El Dexter paulatinamente público se ha alejado de mí, porque se ha alejado de aquello que quería desvelarnos.
Hay muchas personas que todavía no conocen el final de la serie y yo, desde luego, no voy a desvelarlo aquí, ahora. Solo diré que, cuando vi el último capítulo, sentí que algo se iba perdiendo entre mis recuerdos y que sería la última vez que vería como nueva esa magnífica introducción que tantas veces nos ha acompañado, en el que la rutina de cualquier mañana mezcla lo cotidiano con la sangre sacándola desde los interiores hacia la superficie. Todavía quedaba casi una hora y fui viendo cosas que no sabía o que no esperaba, pero confieso que, más allá de todas ellas, sentía que algo mío se prolongaba allí, más allá del final.
Porque la ficción provoca que, disfrutándola, ya no seamos los mismos. Y porque, cuando todo acabe, nosotros seremos pequeñas moléculas de lo que hemos vivido, pero también de lo que leímos, de lo que escuchamos, de lo que contemplamos. Esa es la ficción, parte de nuestra realidad. Porque Dexter somos nosotros.
Confieso mi debilidad por el primer capítulo del Quijote. Siempre que vuelvo mis ojos a las páginas de Cervantes, sea por motivos profesionales, por puro vicio lector o –lo más frecuente– por ambas cosas a la vez, no deja de admirarme la construcción perfecta del inicio de la novela (y de toda la obra en general, por supuesto): un hombre corriente, como muchos otros en su época, con sus costumbres alimenticias, su atuendo, su fisionomía. Su afición a la lectura –con las vueltas y revueltas que da en su cabeza a las ficciones caballerescas–, que acaba por convertirse en vicio y, posteriormente, en obsesión enfermiza. Todo ello incontrolado, dentro de unos límites, hasta que toma la decisión de saltar al otro lado del espejo y decide convertir su afición, vicio y obsesión en realidad. Y cómo esa realidad no podía ser la realidad de cualquier ciudadano de a pie, sino la realidad que a él le gusta vivir.
En este proceso, se cruza la inconsistencia de los nombres y los lugares reales (no sabemos muy bien dónde vivió, no sabemos muy bien cómo se llamaba en realidad nuestro hidalgo), se pasa a un proceso de bautismo: el flaco caballo, Rocinante. Él mismo, don Quijote (en un maravilloso alarde, que no cabe aquí contar, mezclando elementos diversos de forma atinada e inteligente). Por fin, Dulcinea. Me fascina lo satisfecho que se queda don Quijote al dar nombre a la poco agraciada Aldonza Lorenzo y convertirlo en Dulcinea del Toboso. Al final, Cervantes piensa que el nombre de la dama, junto a todo las demás denominaciones, configura un nombre «músico y peregrino y significativo».
Músico, peregrino y significativo son, ni más ni menos, las características idóneas para dotar de un nombre a las cosas y a las personas: que sea eufónico, que resulte especial y que esté dotado de significado coherente con la realidad que lo contiene. Por eso, bautizar el mundo es, de algún modo, crearlo de nuevo.
En la mayor parte de las ocasiones, los nombres nos vienen dados. Los tenemos tan apegados a nuestro devenir que se nos olvida volvernos hacia ellos. En el caso de las personas, son los padres los que dan vueltas y más vueltas hasta que eligen un nombre para sus hijos (un día tengo que contar por qué me llamo Raúl y en qué medida mi padre tomó la decisión de saltarse el consenso familiar). Nacemos con un nombre y, en la mayor parte de las ocasiones, nos morimos con él y con posibles variantes en la forma de motes e hipocorísticos. Por eso, quiero comentar un hecho mágico y singular que acontece con los estudiantes chinos que acuden a la Universidad de Burgos como alumnos de intercambio.
Conscientes sus tutores de origen y ellos mismos de la dificultad de aprender y pronunciar sus nombres, escogen un nombre español para denominarse. Lo descubrí hace tres años, cuando mis alumnas fueron presentándose en clase de Terminología y me encontré con unas chicas que eran un manojo primoroso de flores (alguna se llamaba Violeta, otra Rosa, otra Margarita). Este año, tienen nombres de mujer corrientes en español. Preciosos nombres a los que han devuelto el vigor que habían perdido en mi memoria por ser para nosotros algo repetido y rutinario. Y no solo eso: me iban diciendo sus nombres y me iban explicando por qué habían escogido ese nombre y no otro. De entre una variedad inmensa y (casi) incontrolable, ellas habían seleccionado de forma motivada, lo que suponía, en cierta medida, que habían renacido como personas o –al menos– que habían interiorizado más su forma de ser y la habían ajustado al continente y contenido de su nuevo nombre.
No sé cómo se sentirán cuando, acabado al curso, vuelvan a su país, a su hogar. Pero, de momento, Cervantes ha tenido razón, una vez más. Ha vuelto la ficción como realidad y la realidad como ficción en forma de nombres. Músicos. Y peregrinos. Y significativos.
ÉL. Estoy tan casado de la realidad, que necesito algo de ficción.
ELLA. Pues podías elegir algo así en plan novela romántica. Que te pasas la vida entre novelas raras y series que no conoce ni su padre.
ÉL. Te olvidas algo: películas del año de la polca. En blanco y negro.
ELLA. A veces, mudas. Lo tuyo es de traca, con lo poco que hablas.
ÉL. La vida está tan abarrotada de sonidos que, a veces, es deseable comunicarse con silencios.
ELLA. Sí, ni que lo digas. Eres una autoridad internacional en la materia.
ÉL. Y también leo novelas negras.
ELLA. Perfecto, oye. Para evadirte de la realidad, te cargas con dosis de realidad en los bajos fondos y en los nudos de la corrupción.
ÉL. La vida misma, pero vista al otro lado del espejo.
ELLA. No, si me volverás con la puta metáfora de Alicia.
ÉL. No sé si metáfora es la palabra adecuada.
ELLA. Lo que tu digas, rico. ¿Pero a ti no te da cosa pensar en los vacíos de tu vida, de todas tus oscuridades? ¿No ves que eres una persona triste, que te vas quedando sin alternativas?
ÉL. No sé. Prefiero pensar viendo ficciones. Hoy, en Mad men, he tenido la sensación de estar en la explicación plena de muchos de los recovecos de la vida. Trataba de…
ELLA. …no sigas. No me interesa. Consuélate con tus ficciones y vete a paseo.
Son días estos en los que no te dan ni gatos ni liebres. Días en los que abismos sublunares se acentúan más que las grietas personales, más hondas por ser el último escalón del descenso a los infiernos, que ya no tienen galerías, ni ríos ni lagunas para olvidar. Días en los que cambian las formas para no cambiar los fondos (días en los que cambian los fondos para no cambiar las formas, que son suyas de siempre. Suyas propias. Suyas por los siglos de los siglos). Días estos en los que no se sabe si es mejor recordar como recurso fácil u olvidar como función catártica. Días en los que los grados de acercamiento se cuentan con números demasiado grandes como para ser contados. Días sin ayer ni mañana, pero días sin hoy, que era el único eslabón que nos quedaba para estar sujetos al mundo. Días con sus noches, cada vez más cortas, cada vez más largas.
ÉL. Nada, es un verso. Primero había pensado «Los límites de nuestro corazón». Un endecasílabo que servía muy bien para lo que quería decir. Es que me he propuesto vaciarme en un soneto. Que conste que vaciarme, en este caso, no es algo cochino e insustancial.
ELLA. A mí me gusta más eso de los límites. Parece eso, una frontera y hasta dónde pueden llegar nuestros sentimientos.
ÉL. A mí también me gustaba. Pero no quería la heroicidad de un endecasílabo en segunda, sexta y décima. Quería algo melódico. Y esto me ha llevado a los suburbios.
ELLA. Pero los suburbios son límites desolados, feos y alejados. Eso a no ser que lo utilices como un anglicismo, que no creo. Además, ¿no crees que esto es empezar al revés?
ÉL. En poesía no importa por dónde empieces, sino a dónde llegues. Y si el corazón llega hasta los suburbios significa que ha impulsado tanta sangre como para llegar a las extremidades de la vida.
ELLA. Pero después del suburbio no queda otra que sobrevivir.
ÉL. Que es lo que hacemos constantemente. Nuestra rutina nos hace creer que vivimos en el kilómetro cero y nuestro interior nos dice que, a veces, hemos vivido hasta donde ya no queda nada.
ELLA. Siempre queda.
ÉL. No, no. A veces no queda nada. Hay algún momento en el que el resumen de una vida se hace desde los quicios, desde las puertas miradas desde fuera. Hay momentos en los que no te queda otra que darte cuenta de que has vivido. De que corazón y suburbio son dos palabras hermanadas por el desastre personal de un proyecto que nunca se puede llevar a término. Nunca queda queda tanta sangre como para eso. Eso por no contar las heridas que nos vacían y sin suficientes plaquetas para detenerla.
ELLA. Hablas siempre de forma tan pesimista.
ÉL. Hablo desde la catástrofe. En su sentido habitual y en el etimológico. Nuestra vida como desenlace de una historia que nunca puede ser comedia, porque siempre acaba mal. Y con un proceso previo de reconocimiento, de saber que esto es un cuento que acaba mal lo mires por donde lo mires.
ELLA. ¿Y lo del medio? ¿Y el fluir de todo, mientras dura?
ÉL. Sí, tienes razón. Mientras dura, fluye. Pero luego se atasca, se apelmaza sin posibilidad de puente coronario. Y luego todo lo que has vivido acaba en el desagüe de una funeraria. Te vacían de contenido para darte forma. Una forma que es irreal.
ELLA. Pues entonces, escribe sobre otra cosa.
ÉL. No, quiero un soneto. Y tendrá un verso. Y ese verso enunciará los suburbios de nuestro corazón.
Hemos de partir de una base: cuando alguien decide escribir un blog, lo hace porque le da la gana. O puede que no le dé la gana: hay algunos casos (muy pocos) en los que un blog está vinculado a un contrato y, por lo tanto, es una forma sumamente decente de ganar dinero. Pero como este es un caso poco frecuente, pongámonos en lo primero.
La segunda premisa, esa que nos preguntan algunos amigos escépticos es: ¿Por qué se escribe un blog? Yo siempre digo lo mismo: porque su autor tiene algo que decir. Cuando digo que «tiene algo que decir» no estoy sosteniendo que el resto de la humanidad no pueda pensar que el esfuerzo es baldío o improductivo. A lo que me refiero es a que el autor piensa que tiene algo que contar y que puede haber gente que pueda leerlo. A uno le da por escribir cosas de actualidad; a otro por hacer crítica de libros, de televisión, de toros o de vaya usted a saber qué; a otro le da por hacer un blog profesionalizante, relacionado con cuestiones de su trabajo, mientras que a otro le da por hacerlo de sus aficiones; al de más allá le da por establecer un blog un espacio de creación literaria, fotográfica, artística en general; a otro le da la gana contarnos lo que hace en el día a día. Unos blogs parten de la realidad, otros parten de la ficción, otros mezclan una y otra en proporciones diversas.
La tercera cuestión es que, en el momento de crear un blog, estás abriendo un espacio –más o menos, según gustos y circunstancias– para que otros te lean. Es una cuestión que controlas en cierta medida y que, en otras, se te escapa por completo. Es controlada porque cada uno va estableciendo un haz de relaciones con algunos blogs afines o con amigos de manera que el blog es un espacio común (y a veces de intercambio): algunos son muy hábiles en establecer esos espacios comunes y otros no quieren hacerlo o son muy zotes (y no son mejores unos que otros; simplemente, son diferentes). Se escapa porque el azar de los buscadores hace que se llegue a los lugares más insospechados o porque lo que fue en un principio casualidad, acabó por hacerse causa y pasó a formar parte del grupo de relaciones estables. En el blog hay asiduos y gente que va y viene. Gente constante y gente que abandona. Personas que se vinculan y personas que no. Alguien que comenta y alguien silente. Trolls y gilipollas. Gente crítica. Lectores inteligentes y descifradores de signos poco avezados. Buena gente y personas con malos propósitos. Gente en busca de amistad. Individualidades en busca de colectividades. Algún colectivo en busca de conexiones. Pero, como he dicho, el blog expone a la lectura. En el momento que un autor expone hacia afuera, está ya haciendo un ejercicio de exponerse (en varios sentidos). Está expuesto a que a los lectores (pocos, muchos) les guste la tónica general del blog, sean proselitistas, tengan división de opiniones o, simplemente, lo aborrezcan. Existen lectores que, de tanto leerlo, lo quieren hacer suyo. Los hay también que quieren que el blog cambie para que sea como quieren ellos. El autor puede enfocar y canalizar lecturas y formas de recepción, pero no es (ni puede ser) un dique de contención frente a lo dicho. Las palabras salen –vuelan– y, en ese mismo momento, incluso las que parecen destinadas a ir a un punto fijo, acaban por tener una trayectoria en cierta medida incontrolable. Además, puede involucrase en la medida en la que le parezca oportuno en la retroalimentación de la comunicación interviendo (o no) en los comentarios.
Y nos queda el mensaje, ese espacio de intersección entre autor y lectores, ese vínculo común formado por la palabra, la tipografía, el color, el diseño, la fotografía, la imagen, la estética. Lo único verdaderamente tangible, aunque inaprensible. El autor lo acota y el receptor lo rompe. El autor lo lanza y el receptor lo apresa o lo esquiva o lo ignora. Los contenidos se retroalimentan y acaban por configurar un mensaje múltiple compuesto por múltiples entradas que, de hecho, pueden guardar cierta coherencia (rastreable en temas, en categorías, en etiquetas, en series). Porque un blog suele tener un sendero por el camina, aunque a veces se separe de él. El blog nace por un camino y puede coger un atajo, o llegar a su fin pronto, o quedarse en punto muerto, o perderse en un laberinto, o puede empezar por una carreta secundaria y acabar en una autopista (o viceversa). Cuando hay suerte, evoluciona hacia otra cosa. Y a veces evoluciona para mejor.
Para acabar, me queda por hablar del narrador del blog. Partiendo de que un blog puede ser colectivo (e incluso puede subordinarse con estructuras complejas de instancias enunciadoras), es frecuente que, en los blogs de carácter más personal o creativos muchas personas no lleguen a diferenciar al autor del narrador. Una vivencia personal puede entremezclarse con la ficción exactamente igual que en otras manifestaciones literarias. La pregunta sobre «¿Quién habla»? no puede ser más pertinente. Los autores, en este caso, suelen oscilar en diferentes grados de ambigüedades y les corresponde a los lectores ir parcelando y poniendo en suspensión toda atribución segura. Ese es el ámbito donde realidad y ficción quedan deslindadas pero confundidas, amalgamadas pero seccionadas. Por eso mismo, son muy curiosas las reacciones ante estos espacios emocionales.
Como reflexión final, solo quiero que los lectores de este blog reflexionen sobre lo que esta entrada dice de forma explícita y sobre las cosas que esconde. Es una buena manera de compartir la experiencia en este viaje maravilloso, aunque no llegue a ninguna parte.
(He querido hacer esta reflexión desde un terreno neutro pero personal. La reflexión teórica sobre el proceso de enunciación y recepción de los blogs exigiría otros métodos y otros lugares. Y sí, en este caso, el narrador soy yo. Y el autor soy yo. Y, como siempre, puede que los dos seamos diferentes. O no…)
Buena se ha montado entre Arcadi Espada y Javier Cercas. Tal y como nos cuentan en El País, un artículo de Cercas defendiendo a Francisco Rico de las críticas vertidas contra el ilustre filólogo por haber afirmado que él no ha fumado un cigarrillo en su vida en un escrito contra la ley antitabaco ha desencadenado una virulenta respuesta de Arcadi Espada en la que se insinúa la implicación de Cercas en un asunto relacionado con una trama de explotación sexual. Como de la lectura de los enlaces cada lector puede sacar las conclusiones oportunas de cada postura, yo solo me quedaré con mi visión, que no puede ser más que personal y poco transferible. Creo que todos ellos hacen mal y casi a partes iguales. Rico, porque ataca a la ley antitabaco como si el hecho de ser fumador no interfiriera de algún modo en los razonamientos (que, a no ser que sean demostraciones, están siempre impregnados de algo nuestro). Cercas, porque pone tanto énfasis en defender a Rico que llega a confundir a base de paralelismos el cariño que tiene de su maestro con el uso debido o indebido de la ironía o del humor en la práctica periodística (insisto: no es lo mismo atacar una ley desde el presupuesto del fumador del que no fuma. Además, no todos los lectores de un periódico tienen por qué conocer a Francisco Rico y, por lo tanto, quedan engañados y, por lo tanto, empañados, con su afirmación). Espada, porque se pasa veinte mil pueblos afilando hasta sacar demasiada punta al argumento de Cercas. No es cosa esta de bromas y veras o de ficciones para explicar verdades y verdades para explicar ficciones. Es, en el fondo, la puñetera manía que tenemos los seres humanos de salirnos siempre con la nuestra pensando que lo estamos haciendo de modo aséptico y, por ende, objetivo. Y, más en el fondo, todos razonamos con la mierda que hemos pisado bajo la suela de nuestros zapatos.
Hoy cumplo 44 años que, sin serlo, se asemejan bastante a una cantidad redonda, por aquello de la repetición de dígitos. Nunca he aprovechado un 29 de abril para hacer un balance de cuentas, pero creo que la situación de la economía mundial está necesitada de no olvidar el cashflow y cuánto dinerito vital queda en el bolsillo.
Por lo tanto, haré para mí (y para quien quiera acompañarme) un pequeño balance global.
Vivir durante 44 años supone haber pasado en este mundo más de 16.000 días, aunque el primer millar casi no cuenta para eso de la memoria, ya que no guardo ningún recuerdo por debajo de los tres años (puestos a ser estrictos, creo que muchos de los que creo tener posteriores –algunos muy recientes– son inventados).
Dieciséis mil días dan para una valoración global: si ponemos la cosa al 50% y recapacito, creo que al menos ocho mil días han dado de sí lo justo como para decir que ha merecido la pena vivirlos.
En el polo negativo, diré que estos años me han castigado con tres muertes espantosas. Las dos últimas –las de mis padres_ no dejan de ser lógicas, aunque tristes. A fin de cuentas, mis padres tuvieron el privilegio de sobrepasar los ochenta años y, por lo tanto, brindarnos muchísimas alegrías, aunque su fallecimiento sea un mazazo del que, a unos pocos años vista, todavía no he logrado recuperarme del todo. La primera fue la de mi hermano, con una vida quebrada a los 19 años cuando yo tenía 12. Sin comentarios.
Mi vida académica fue creciendo año a año y mi vida laboral también, aunque bifurcada en dos senderos bien distintos y con satisfacción desigual. He sudado tinta para mejorar y he sacrificado muchos años para conseguir llegar hasta aquí. El currículum, desde mi punto de vista, se hace por medio del esfuerzo y no por medio del mangoneo, el tráfico de influencias, las lamidas de culo ni la puñalada trapera. He sufrido, pero el sufrimiento se ha visto, en mayor o menor medida, recompensado. En cuanto al trabajo, me complace que sea mejor acogido por quienes más estima merecen para mí.
En lo personal, he acogido puntos de felicidad con muchos otros de catástrofe. A lo largo de los años, me he dado cuenta de que la vida escuece más cuantas más llagas tienes.
Cuento con amigos fieles. Sé que los tengo ahí, aunque muchas veces me olvide de ellos y no les frecuente como ellos se merecen.
Desde hace ya unos cuantos años, mi conciliación con todos los elementos que tengo que abarcar a lo largo del día me desborda. He llegado a un punto en el que he tenido que abandonarme y, siendo como soy, el abandono me hace zozobrar todavía más.
En el polo de lo positivo, he visto hechos realidad algunos de mis sueños. He visitado lugares mágicos. Unos cuantos países rodeados de calles que me han hecho deambular por mi existencia y han ampliado mi vida en muchos miles de kilómetros cuadrados. En concreto, haber tenido el privilegio de volver una y mil veces a París y haber disfrutado de su luz y de su lluvia merecen, para mí, toda una vida.
Tengo una familia maravillosa. Existe, y eso es decir ya suficiente. Están ahí, y eso es decir mucho. Nos necesitamos mutuamente, y eso es ya como para estar contento.
Entre los vinculados a mi sangre, tengo un hijo, lo que equivale a decirlo todo. No hay nada mejor en este mundo que haber engendrado algo tuyo pero distinto, algo dependientemente independiente.
Podría decir muchas cosas más, dulces y amargas. Pero sólo diré lo último: a día de hoy, creo que mi vida oscila entre los dos polos: uno, el de cumplir tantos días vividos como para ser suficientes; otro, el de no tener tantos como para esperar que vengan más. Entre estas dos cosas me ubico y me debato. En mi agenda, los 29 de abril, me recuerdo siempre: «Felicidades, amigo. Ya va quedando menos…», no siendo esta una frase desesperanzada.