Este fin de semana ha estado René Lavand en Burgos. Lavand es uno de los mejores cartomagos del mundo y nos deleitó el pasado viernes con una conferencia y el sábado con una magistral actuación en la Casa del Cordón. De Lavand se pueden decir muchas cosas. Inicialmente, lo que más llama la atención es que solo tiene un brazo (perdió el derecho en un accidente cuando era niño). De forma lógica, el primer contacto para el que no lo conozca es el asombro de encontrarse con un mago que realiza todos los juegos con una sola mano. También llama la atención su edad: a sus 83 años, sigue paseando su arte por medio mundo. Pero, inmediatamente, lo de las manos y la edad dejan de tener importancia. René Lavand es una de esas personas que llena un escenario, cosa que muchos ansían o intentan pero que solo los grandes artistas consiguen. Su presencia sobrecoge, sobre todo, por unos ojos atentos y sabios, que, de tanto vivir, parecen contener en su interior todas las respuestas.
Lavand sale al escenario y cautiva con sus acciones acompasadas de palabras. Como él dice, su conocimiento opera por sinestesia, por un entrecruzamiento de artes que, en el fondo, responden al eterno juego de la música, de las palabras y los silencios. Con su cadencioso acento argentino, el mago demuestra que su arte procede de un duro trabajo técnico, ya más que asimilado, pero siempre entretejido con el don de la palabra. Pese a que él quite importancia a su sabiduría y se autodefina como «contrabandista de citas», el conocimiento de Lavand va mucho más allá de acompañar sus actuaciones con palabras de otros. Lavand elabora, entreteje, construye. Su presencia en el escenario es, en sí misma, toda una lección de vida. Lejos de los espectáculos ligeros, el discurso de Lavand se remansa en en los amigos y en los sabios que han aportado tanto a su mundo (al mundo), con la experiencia como compañera. En algunas ocasiones, no se sabe si la emoción procede del artista o de la persona: quizás se deba a que ambos, ya, son lo mismo.
Y luego llega la mano desnuda ante el tapete. Un mazo de cartas francesas con las que soñar. Bajo la atenta mirada de una cámara que permite captar sus movimientos en primer plano, Lavand va demostrando que la magia, en el fondo, no es más que la parte en la que lo inexplicable se explica, la parte en que lo explicable no encuentra palabras. Ni más. Ni menos. El espectador se encuentra indefenso ante la magia bien construida. En un principio, se afana por encontrar un gesto falto, una carta cambiada, un «truco» (esa palabra que le causa tanta aversión, consciente de que el truco es impostura y la magia, de ser algo explicable, sería, en todo caso, ficción o, lo que es lo mismo, una verdad explicada desde un determinado punto de vista). Después, el público se relaja y se rinde. Por otro lado, él es perfectamente consciente de la progresión de un número de magia bien construido, que pasa por cinco momentos: la atención, el interés, el asombro, la ilusión y el aplauso. En un repaso poco atento, podría parecer obvio, pero, si somos realistas, es «mágico». Una persona enfrentada, con su mirada profunda y su mano, ya veteada por las manchas de la edad y las décadas de presencia en los escenarios… y una voz que, relajada, se enfrenta al mundo.
Lavand decía en su libro La belleza del asombro (arraigando su pensamiento al método socrático, es decir, del uso del método filosófico para llegar a la verdad), que el proceso de un artista de la magia pasa en el principiante por la ignorancia incosciente del que no sabe que no sabe. Luego llega a la ignorancia consciente de reconocer su ignorancia. El conocimiento consciente es el del artesano que sabe que sabe y aplica ese conocimiento de forma calculada. El último peldaño es imposible para el que no es maestro: el conocimiento inconsciente en el que al cerebro se le libera de las cadenas de la consciencia y pasa al no tener que controlar lo que sabe, porque el conocimiento ya es algo asimilado y, por lo tanto, constituye una forma de ser y de enfrentarse a la magia y la vida.
Durante la actuación, el público pasaba por varios estados, por varias reacciones: la primera, el silencio sepulcral de un misterio religioso; la segunda, los gestos de incomprensión y asombro que avalan, que en un lugar concreto del universo (un tapete, una mesa, un escenario) se estaban rompiendo las leyes de la lógica; la tercera, las sonrisas que nos llevan a comprender a todos que, en el fondo, se trata de volver a mirar el mundo con los ojos de un niño.
La actuación de Lavand logró crear un microcosmos en el que, durante hora y media, durante el tiempo que tarda en beberse pausadamente una copa de vino tinto, la vida se contemplaba a través de la magia. Porque la magia, si es buena, si es exacta, si es bella, no es más que un escenario para que, de vez en cuando, podamos mirarnos a nosotros mismos.