Impertérrito, te mantienes adusto y arrogante en tu puesto, vigilando. La mirada al frente, sin atisbo de cansancio ni decaimiento. Siempre el mismo, nunca diferente. No piensas en otro mundo ni en otra vida, sólo te obsesiona el deber, la disciplina, el orden de las filas. Regimiento, rancho, botones limpios. La mirada imaginativa de los civiles te provoca risa y desprecio. No tienes dolor, no tienes angustia, no tienes miedo. Estás ahí, clavado en la existencia, con un destino al que apunta tu gorra de plato, tus galones, tus botas hartas de betún. Y la batalla. Ese terreno soñado, la estrategia, el mapa y el GPS. Un tiro entre ceja y ceja, piensas. Un tiro al corazón, deseas. Un tiro por la espalda, temes. Y tus pestañas, que se niegan a crecer, a convertirte en algo femenino. Hombre de pies a cabeza, con el valor presupuesto y la espalda recta. Cuartel. Formación. A sus órdenes. Mi comandante. Coche y chófer joven, temeroso de la orden, de la ruta, de tu mal humor perpetuo. Los estudios y la Academia. El matrimonio y cuatro hijos. Cumpliendo tu deber. Con tu esposa y con tu patria. El jornal escaso. Para los gustos de los que te rodean. Pero eso no importa. El deber. El jodido deber para los demás que te llena de orgullo y de bandera.
Pero cayó tu amigo, lo sostienes. Tus manos son duras. Son de hielo. Nace el sol en tu corazón. Y te derrites. Te conviertes en agua. Y fluyes hacia la muerte. Como todo el mundo.
(La imagen del soldado de hielo nació un magnífico y helado día de diciembre. Puedes ver más hielo en las fotos de Raúl)
Gracias, Pedro. La imagen fue algo caído del cielo a lo que se sumó algo de perseverancia.
Buena imagen, buen texto. Qué miedo la certeza de algunos y su obediencia ciega al deber.