Casas #3 – San Agustín (y 2)

(La primera parte de esta entrada.) Si tuviese que destacar algo por encima de todo, subrayaría cosas como estas: los disfraces, que son el amuleto de la ficción para los peques; los momentos de lectura con linterna de mi hermano (siete años mayor) y las parrafadas en la cama que acababan con mi madre, zapatilla en mano, asegurándose de que el grosor de las mantas nos aseguraba una reprimenda que jamás se convertía en color; los momentos en los que la casa se llenaba con los amigos de mi hermana (once años mayor que yo): la magia de las personas mayores (así me lo parecían a mí, cuando eran solo jóvenes), la celebración de sus cumpleaños. En el salón de esa casa Fiti contagió a mi hermano la pasión por la montaña. En el mismo lugar Longi cantaba, contaba chistes Madrigal o la magia de Félix (hoy mi cuñado), con su gran virtud para abrir la ilusión a un niño. Yo era el espectador privilegiado. Me imagino también que el niño pesado que incordia la conversación y las confidencias. Sin embargo, no puedo evitar que mis mejores recuerdos estén en las construcciones con el Exin Castillos o el despliegue bélico de los soldaditos, tanques y aviones (que tendrían su continuación en nuestra próxima cas). Fernando, mi hermano, tenía una habilidad especialísima para esas construcciones. Creo que la manera de construir, planificada, ordenada, bien ejecutada y con resultados siempre diferentes, me cambió la vida para siempre. O, al menos, eso creo.

La casa de la calle San Agustín fue también la casa de los momentos malos, cuando mi padre enfermó de depresión. Allí también aprendí a construir los castillos de la soledad y el silencio. De la introspección de un niño que necesitaba estar callado. De unos momentos que no recuerdo de forma global (por fortuna, la resiliencia de niño y la ayuda de todos hace que, en ningún momento, considere que mi infancia fuese traumática ni nada parecido), pero que han hecho de mí parte de lo que soy.

Esta casa, para mí, es la del otoño con mi abuelo, en busca de castañas (que luego estarían almacenadas en una caja de metal con agua en mi primer intento de inventar una calefacción) en lo que era el Hospicio y ahora es el parque de San Agustín; la del verano de las comidas en la terraza; la del invierno en el que mi padre decidió sacar parte de la casa (literalmente) a ese parque para hacer fotografías. Nunca le podré agradecer a mi padre su genialidad desbordante, su cerebro en constante ebullición creativa, su manera tan peculiar de ser distinto, del mismo modo que nunca podré agradecer suficientemente a mi madre su discreción, su labor callada para que el suelo nos mantuviese en la tierra.

La casa de San Agustín era, también, el lugar de paso de innumerables amigos de mis padres a los que mi padre traía a comer sin avisar. El lugar donde se celebró el banquete de mi primera comunión. El improvisado ring donde aprendí alguna de las reglas de boxeo. La aventura de colarme en la casa de los vecinos por los barrotes que separaban nuestra terraza de la suya cuando estaban de vacaciones y mi padre jugándose el tipo por el exterior para rescatarme. La casa de los vecinos, a la que me invitaban a comer y Maruja me reñía por quedarme alelado con los documentales de Félix Rodríguez de la Fuente.

Las casas de nuestras vidas son las construcciones de nuestro ser, de nuestros vicios y de nuestras virtudes. Los lugares donde formulamos nuestros sueños, donde llegan las primeras pesadillas. Los lugares en los que vivimos y a los que nunca podremos regresar, a no ser que un día nos sentemos e intentamos recuperar algo de su esencia.

(Esta entrada pertenece a la serie Casas en las que he vivido.)

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