Llorar y llorar, a ritmo de rap, después de mirar hacia el cielo y buscar las ilusiones esparcidas por la tierra. De pronto, te viste cabizbajo y decidiste correr, no sucumbir, con los focos dirigidos hacia ti, apostando por salir de estampida, por quedar fuera de la zona de peligro. Decir basta y olvidar, imaginar que amas desde la cabeza a los pies. Sentir la fortuna de no saber ni hacia dónde vienes, ni hacía dónde irás. Pensar que ha llegado la hora de perseguir, juntos, un sueño. Levantarse, más que dispuesto a seguir jugando este partido. Sabes que hay cincuenta maneras de decir las cosas, pero decides no quedarte con ninguna: te limitas solo a cantarlas, en su justa contradicción, con el corazón paralizado, con todos los latidos sobredimensionados. Y, para ello, te dedicas a contar historias y después imaginarlas, entre un cruce de miradas y una sonrisa llena de alegría. Porque siempre hay un lugar, sea o no oscuro, en el que podamos mirarnos frente a frente. Solamente sentirse con esa compañía te hace no rendirte, no olvidar. No eres más que un reflejo perfecto de las sombras y sabes que ese reflejo es un poso de ceniza, pero no huyas. En el trastero de los sueños, encontrarás ese brillo, esa sintonía, consciente de que no volvemos en un eterno retorno sino en momentos únicos que no se repiten. Puede que no veas claramente, pero no debe importarte. Todo tu universo es una calle de dirección única, pese a las apariencias y las líneas pintadas sobre el asfalto. Detrás de cada búsqueda, hay una acción. Sin preguntar por qué, vuelve tus lágrimas, destila tus ojos en el deseo. Puedes quemarte, pero no morirás.
(Imagen de Peter Tandlund.)