Comienzo el domingo pensando en las contradicciones que tiene nuestra existencia. A lo largo de la semana, he recibido muchos correos, que resumo en dos: un mensaje en el que se me pide que conteste y un mensaje en el que se me ruega que no lo haga. Y, como era de prever, no quiero contestar al correo que busca una respuestas y deseo con todas mis ganas contestar al que no lo espera.
Como me gusta dejarme llevar por las primeras impresiones, no voy a contestar al primer correo. No me apetece: hay algunas cosas que me dan una pereza extrema. Y me encantaría romper el pacto implícito y contestar al segundo porque me parece muy interesante y digno de atención. En definitiva, ocurre como en la referencia al gato de Schrödinger, al que aludí en una entrada de mis historias de alumnos y que compruebo en ese segundo correo que fue asimilado hasta el detalle que podría pasar más desapercibido: el gato está muerto y vivo a la vez, lo mismo que las relaciones humanas. Y mi correo, mi manera de contemplar el mundo y reaccionar frente a él, también.
Me gustaría, incluso, hacer un poco de trampa y contestar a lo incontestable del primero caso. Y no lo haré. Y, en el segundo caso, seguir con una trampa y cumplir en lo que se me confía sin contestar en el correo, pero contestándolo aquí. Y tampoco lo voy a hacer. O bueno, igual sí. Solo dos observaciones:
- Gracias de corazón por el mensaje.
- Antes que un té, desata tus instintos con un poco de Coca-Cola. Sobre todo, cuando uno está a punto de beber un té verde.
Esta mañana de domingo enlaza con la pasada, en la que decía que estaba leyendo un relato de Alice Munro recomendado por Cárol. Se trataba de «Juego niños». El viernes por la noche, me mandó un wasap y me preguntó qué me había parecido el cuento. Y yo le contesté: «Inquietante». A lo que ella me contestó que se le había quedado el corazón como un higo. Son palabras literales y que concordaban exactamente con el estado de mi corazón cuando llegué al final del relato. Y más aún cuando la recomendación de ese relato procedía de una conversación que tuvimos en la que hablábamos de esa puñetera y peligrosa memoria selectiva con la que escarbamos (o no) en nuestro pasado. En esa misma conversación chateada, Cárol me dice: «Si puedes lee ‘Dimensiones'», un cuento del mismo libro. Y es lo que hice ayer, leer un relato que me resultó igualmente inquietante que el primero, pero al revés. En el primero, estás relajado y luego te da el martillazo. En el segundo, vas recibiendo golpecitos hasta que la sospecha te atiza en la cabeza de manera contundente. Y la historia se remata de una manera más suave. Tan suave, que tienes que pensarla para descubrir dónde está la trampa. Y la trampa está tan escondida que nos descubre lo peligrosos que son algunos personajes y hasta dónde lleva su manipulación.
Pero las lecturas de la semana no han acabado ahí. Sigo disfrutando con Ordesa, de Manuel Vilas, que continúa fascinándome en ese doble proceso de identificación y de segregación. En un momento, dice Vilas: «Son dos verdades distintas, pero las dos son verdades: la del libro y la de la vida. Y juntas fundan una mentira». Y pienso que resume perfectamente bien mis reflexiones sobre los correos, sobre los gatos y sobre los relatos de Munro.
Y esto enlaza con la novela gráfica El tesoro del Cisne Negro, dibujada por Paco Roca con guion de Guillermo Corral, que he leído a lo largo de dos plácidas tardes de esta semana. Una aventura magnífica que narra una historia real de manera trepidante. A fin de cuentas, los tesoros recogidos del fondo del mar tiene mucho que ver con nuestros sueños. Acabo la novela y me fijo en la última viñeta. Voy a la cubierta del libro, me fijo en una y en otra y las comparo. Y pienso: ahora sí todo tiene sentido.