Cuando en el mundo de la enseñanza muchos quieren desenvolverse en el terreno de las convenciones, hay veces que se topan con seres «extraños» que no responden a ninguno de los mandamientos del ser como los demás. Afortunadamente, no todos los alumnos obedecen a los esquemas de «normalidad» que se esperan de ellos. No parecen excepcionales, sino raros, extravagantes, distintos.
Era lo que le pasaba a Roberto. Roberto es un alumno de los de hace ya muchos años. La imagen que tengo de Roberto hasta que llegó a COU era la de un chico con risa contagiosa, con pinta de andar todo el día despistado. Cuando llegó al último curso del instituto, dio un cambio radical en su aspecto. Se cortó el pelo dejándose los bordes laterales subidos con gomina. El día que le vi, le dije: «Coño, Berengario». En esa clase, todos sabían que Berengario era un de los extraños monjes de la abadía benedictina en la que se desarrolla El nombre de la rosa. Era una película que había puesto en clase para ilustrar y explicar el tema de la filosofía medieval y, más concretamente, el pensamiento de Guillermo de Ockham. La verdad es que Berengario no era el monje que tenía el pelo cortado así (Berengario es una de las primeras víctimas en la novela y era totalmente calvo). Me refería a Malaquías, el ayudante del bibliotecario, protagonizado por Volker Prechtel. Teníamos confianza suficiente para la broma y Roberto se echó a reír. Siempre de forma cómplice. Siempre pensando en algo más allá. Empezó a vestir de forma más extraña y el colmo de los complementos lo formó una enorme cadena de bicicleta transformada en llavero. Le ocupa media pierna y, desde luego, no parecía un accesorio muy cómodo.
Roberto, como digo, es el prototipo de alumno que no obedece a las leyes de pensamiento que tenemos la mayor parte de nosotros. Tenía una forma de ser y un temperamento que se salían de lo habitual. En definitiva, más tarde lo entendería, era un artista. Roberto contemplaba (contempla) el mundo desde otro prisma, pertrechado de formas que dibuja en su cabeza y con colores que domina como nadie. Tiene que ser difícil poseer una forma tan distinta de ver e interpretar el mundo cuando entras en el baremo de lo de siempre, de lo habitual y de lo trillado.
Roberto se marchó a Salamanca a estudiar Bellas Artes y allí empezó a explotar de verdad su talento creativo. Yo estaba más o menos al corriente de sus avances porque solía encontrarme con sus padres, que me avisaban de las exposiciones de pintura que iba realizando en algunos bares y porque, de vez en cuanto, recibía también noticias directas de cómo le iba en su vida como artista.
Años más tarde, Roberto fue compañero mío en el instituto. Como me ocurrió a mí (y a algún profesor más), traspasó la frontera de alumno a profesor, en su caso para impartir Educación Plástica. La primera y única vocación de Roberto era entregarse totalmente a su arte como pintor, pero todos sabemos que los inicios (y, a veces, los finales) son bastante complicados y que el mercado del arte se mueve por unos márgenes muy estrechos en los que los contactos y la suerte tienen una importancia decisiva. En el poco tiempo que fuimos compañeros, lo pasé muy bien con Roberto. Le llamaba «Pájaro» cada vez que entraba en la sala de profesores y le veía. Pájaro por aquello de su voluntad de echar siempre a volar, que se unía a su sonrisa, siempre llena de travesuras. Durante un curso, años después, también fue compañero mío en la universidad como profesor asociado.
Como digo, Roberto tiene un talento desbordante para la pintura. Alguna vez he escrito algo sobre su manera de concebir el arte. Afronta su lucha contra el lienzo asimilando de forma muy natural la sencillez de los trazos, a veces casi geométricos, con una concepción realista del paisaje y de los espacios. Si hubiese tenido suerte y una chispa hubiese saltado en alguna de las exposiciones en las que ha mostrado sus cuadros, sus obras estarían cotizadas por las nubes. Pero, como decía más arriba, es difícil vivir solamente con el oficio de pintor. Ahora ha vuelto a la enseñanza y coexiste en él su deseo por enseñar y formar desde la óptica de lo distinto y sus ansias de crear incorporando, cada vez, matices nuevos a sus obras.
Por encima de casi cualquier otra cosa, Roberto es una buena persona, que se enfrenta al mundo con iguales dosis de miedo ante lo ignoto y valiente para exhibir esos lados recónditos que tienen los objetos, que tienen las personas. Con un horizonte en el que siempre contemplamos que la realidad siempre nos enseña que hay algo más allá.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. La imagen que ilustra la entrada pertenece a la obra Embarcadero II, de Rodrigo Alonso Cuesta.