‘McMillan y esposa’ y otras lecturas de la vida

Tengo tantas cosas que escribir… Empezaría por la impresión que me ha causado la versión que ha realizado Pablo Auladell en cómic de El paraíso perdido de Milton. He paladeado cada viñeta, disfrutado con cada dibujo y con cada sombra.

Durante estas últimas semanas, de forma casual, muchas de los libros que he leído, muchas de las películas y series que he visto trataban, de algún modo, sobre la muerte. Y sobre la memoria. Y sobre el recuerdo. Escribo hoy precisamente de esto, un día doloroso con una muerte acaecida hace 41 años. De algún modo, marcó mi vida.

Acabé ayer Ordesa, de Manuel Vilas, que habla, claro, de la muerte y del recuerdo. De lo que perdura y de lo que fallece. De lo que es polvo y se convierte en polvo y de lo que no era polvo y en polvo lo convertimos. Me siento identificado en muchas cosas con Vilas, con su forma de ir y de volver sobre lo mismo, que es lo distinto. Con el hondo sufrimiento de vivir y el dolor como «intensificación de la conciencia». Y, como Vilas, noto cómo se fue hundiendo la vida con la muerte de mis seres queridos. Sobre todo con esa muerte tan temprana, tan poco prevista, tan injusta. Cuando yo tenía solo 12 años y tendría que haber sido feliz. Pero, desde entones, he contemplado la vida con cierta distancia, como si ella y yo tuviésemos una relación tortuosa porque yo no me fiase mucho de ella. El personaje de Ordesa no acude nunca a los entierros. Yo los evito siempre que puedo. Me aterra pensar el día en que vi levantar un ataúd con unos esquís cruzados encima. Me da un miedo aterrador el silencio y siento todavía un aluvión también de voces acechantes. Qué te pasa. Por qué gritas. Por qué no duermes. Por qué no reaccionas. Tú, que tenías toda la vida de alegrías. Quizás no vuelva a ir nunca más a un entierro. Sabedlo.

Estos días he estado mirando fotos. Algunas no las había visto hasta hace poco, aunque sean antiguas. Y contemplo vidas que ya no lo son. En blanco y negro. Un tenebroso blanco y negro que no me devuelve más que momentos que yo no viví o momentos en los que viví, cuando ahora estoy perdido, perdido como siempre estuve. El blanco y negro. Hace un par de semanas, pude revisitar De repente, el último verano. Una película de Joseph Leo Mankiewicz. Casi nada, Mankiewicz: Carta a tres esposas, Eva al desnudo, Operación Cicerón, La condesa descalza, la huella… Creo que solamente había visto una vez De repente, el último verano. Yo, que soy de ver y ver y ver una y otra vez las películas, solamente la había visto una vez. Y, desde luego, no la había asimilado. Veo las escenas iniciales y me fijo en los fondos de jardín salvaje, cómo luego llevan los fondos de una librería ordenada. Y no hago más que fijarme en las figuras y en los fondos. Qué película, dios. Todas las pasiones soterradas se nos revelan, se nos rebelan. Qué magníficos los actores, Katharine, Elizabeth, Montgomery. Almas atormentadas, cada una a su manera. Qué pensaría Montgomery, qué ideas se le pasearían por la cabeza.

Además de Munro, además de otros relatos, he vuelto a Góngora por una extraña circunstancia que solo puede saber Óscar Esquivias, a él se la confesé el otro día en Twitter. Fue una casualidad. Voy leyendo a trompicones y me encuentro con el verso: «breve flor, hierba humilde, tierra poca» Cómo me gusta, madre mía. Releo pasajes del Polifemo y me siento en mi salsa, cuando comienzo a adentrarme en la caverna del monstruo, ese lugar que es la antítesis del lugar ameno. Y también he leído El dolor de los demás. Miguel Ángel Hernández. Otra vez esa autoficción que me agrada tanto, que ahora parece tendencia narrativa. De alguna manera, siempre ha sido. Tendencia. Otra novela sobre muertes y recuerdo. Y, como él, me pregunto qué derechos tenemos sobre los demás, sobre la memoria de la familia. En qué medida soy egoísta porque sufro por alguien que no soy yo. Y que recuerdo todavía con dolor un 2 de abril, cuando él ya no recuerda ni siente dolor ni sabe ya nada de nada. Él, que me enseñó a construir castillos, a hacer circuitos eléctricos con el Electro-L, a hacer magníficos aviones de papel. 19 años y toda una vida que no lo es. Ya. Entonces, como en la novela, «Sientes que todo empieza a acabar».

Pero no todo va a ser malo. La memoria me trajo ayer el recuerdo de la serie McMillan y esposa. La veía cuando era pequeño, antes de cualquier atisbo de tragedia (aunque, desde los seis años, viví tragedias en dosis prolongadas e intensas. Se me han quedado en el alma). Una serie de policías, protagonizada por Rock y Susan, que eran Stewart y Sally. Los McMillan. Ellos salvaban mi infancia con historias tontas. No recuerdo ahora casi nada. Solamente que eran historias tontas, con ambientes elegantes. En el que la gente, todavía, sabía resolver los misterios.

La imagen pertenece a un fotograma de De repente, el último verano.


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