Historias de alumnos: el chico cuya pregunta me obligó a replantearme una clase y empezarla de nuevo

La historia de hoy es una historia, a la vez, individual y colectiva, algo que imagino que sería del agrado de su protagonista, que se llamaba Ignacio. La clase era de las que todo profesor sueña con encontrarse alguna vez: alumnos interesados, pero no repipis; dispuestos a aprender, pero no a reverenciar sin más al que esté delante de ellos; respetuosos y, por supuesto, alegres. En definitiva, era un grupo de alumnos en el que daba auténtico gusto enseñar.

Como suele ocurrir en estos casos, había un grupito de chavales que tenían unas capacidades intelectuales dignas de elogio, lo que les venía muy bien a ellos, pero también al resto de sus compañeros, que crecían y mejoraban en una clase como esta. Porque no se trataba de personas arrogantes y pagadas de sí mismas. Muy al contrario, eran colaboradores, amables, educados. Y, como he apuntado antes, tremendamente festivos. Ellos favorecían un ambiente en el que se aprendía siempre en un ambiente de sonrisas.

Como digo, este grupo se encontraba Ignacio. La primera sensación podía ser la de un chico con una mirada triste, pero, con el tiempo, descubrías que lo que tenía Ignacio era una mirada profunda. Te miraba e intentaba desentrañar lo que decías no solo en el fondo, sino en la forma; no solo en lo evidente, sino en lo transcendente. Ignacio era un tipo muy inteligente, con un deseo hondo por conocer más y una necesidad enorme de entender las cosas hasta sus últimas consecuencias. Dicho así, podría parecer tenso, pero era relajado, sus dudas las exponía siempre de modo prudente, sus observaciones eran agudas pero calmadas, sus contestaciones siempre acertadas y ambiciosas.

Les daba clase de Lengua y Literatura y, teniendo en cuenta cómo eran, lo que necesitaban y lo que no, en Literatura les pasé un conjunto de textos, no teníamos apuntes. Gracias a su entrega, realizábamos algo tan sumamente impensable en el bachillerato como construir la teoría a partir de los textos literarios de los autores. Daba gusto ver cómo exprimían y degustaban esos textos, cómo deducían y aportaban ideas magníficas.

En Lengua, no había que descuidarse ni un momento. Siempre planteaban alguna pregunta interesante y nunca se conformaban con lo obvio. Y ahí es donde llega la anécdota del título de la entrada. Estaba explicando yo unos conceptos de sintaxis tal y como lo hacía año tras año, cuando Ignacio me hizo la pregunta. No una pregunta, así, sin más ni más, sino la pregunta pertinente, ajustada y perfecta. Todo el que ha dado clase en secundaria es consciente de que algunos contenidos se sustentan en torno a mentirijillas piadosas. A pesar de intentar llegar al máximo de profundidad y de verdad, la escasez de tiempo y las apreturas de tantos y tantos contenidos obligan en ocasiones a la triste simplificación. Durante muchos años explicaba yo algunos vericuetos de la sintaxis pasando de puntillas por algún tema, pero Ignacio, con esa duda elevada por el aire, desmontó la trampa (una trampa, ojo, que aparecía y aparece también en todos los libros de texto) en un periquete. De forma sencilla, clara y meridiana, todo lo explicado dejaba de tener coherencia y sentido. Lo primero que hice fue dar una respuesta contextual y muy general, que ponía un parche pero no reparaba nuestro vehículo conceptual para que durase muchos kilómetros.

Al día siguiente, al entrar por la puerta, me remangué la camisa y pensé: «A tomar por saco, vamos a explicar esto bien de una vez por todas». Y di la clase del día anterior, pero esta vez con los contenidos de verdad, con sus ángulos y sus verdades, con soluciones que eran un poquito más difíciles pero que reparaban la estima intelectual que todos hemos de tener ante las geniales inquietudes intelectuales de nuestros alumnos. Ellos agradecieron el giro, borraron lo antiguo. Ignacio sonrió satisfecho.

Ignacio quería ser médico. Necesitaba un expediente perfecto porque su situación económica no le permitía ir a cualquier facultad, sino que necesitaba ir a Madrid porque tenía que vivir en casa de un familiar. No podía permitirse el pago de una residencia ni de un piso compartido. Ignacio sacaba en todas las asignaturas dieces. Un diez tras otro, fruto de su esfuerzo y de sus capacidades. Bueno, sacaba dieces en todas las asignaturas, menos en una. Se encontró con una profesora que le calificó con un cinco. Era un cinco imposible. No recuerdo la asignatura (sí a la profesora, claro), pero un alumno no puede sacar dieces en Matemáticas y cincos en Física (o viceversa) siempre y por sistema. Puede haber fallos o desajustes, pero, en este caso, el desajuste no estaba en Ignacio. En una junta de evaluación, algunos compañeros manifestamos nuestras dudas en torno a esas calificaciones. Una vez más, se trataba de profesores que intentan estar por encima de los alumnos y no de alumnos que están por debajo de las asignaturas. Ignacio, con estas notas, se la jugaba del todo, dada la exigencia de notas para ingresar en Medicina.

Al final, Ignacio lo logró. Se fue a Madrid a estudiar Medicina, a disfrutar de su gran conciencia ciudadana, a exprimir al máximo su bicicleta de carretera. Vi una foto de la graduación de Ignacio, con una sonrisa satisfecha del sueño cumplido. Agradezco mucho las miradas como las de Ignacio. Personas de mirada profunda y que, con su forma de ser, te hacen mejorar. Porque ser profesor, además de un trabajo, es un reto que ha de superarse día a día.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.

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